jueves 28 de marzo de 2024

LOCALES | 28 may 2020

Semblanza

Oda al Patón Dell ‘Orso

"Chau Julio, descansá tranquilo. Y perdoname por el abrazo que no te pude dar". Escribe Christian Rémoli.


Por Christian Rémoli

Probablemente el día más triste de tu vida, cuando faltó tu hija, y nadie encontraba palabras, justo en ese momento vos me las ahorraste: “¿Viste cómo es la cosa, Conejo… vos viste cómo es?”.

Es por eso Julio que ahora no me las voy a ahorrar yo. En definitiva, cada uno cruza el duelo como puede.

La última vez que hablamos me dijiste dos cosas:

“Te llamo porque ayer a la salida del teatro era un quilombo y no quise molestarte. Lloré muy poco en mi vida; por películas, menos. Pero con esta del básquet, lloré, como un chico lloré (…) Y quiero decirte una cosa, Conejo, y escuchame bien: si en este momento no tenés dónde quedarte, ya sabés que mi casa tiene las puertas abiertas para vos”.

Pasaron dos años de esa charla y algunos llamados que nunca pude devolverte. No pude, Julio. Porque cada uno también enfrenta sus fantasmas como puede. 

¿Sabés que te tenía miedo? Cuando era pibe te tenía miedo. Tocaba timbre en tu casa y esperaba que saliera tu mujer. No sé, al fin te veía un hombre de pocas palabras, que pasaba en esa bici negra, pesada y saludaba con un corto “Bueno, Conejo…”. En tu casa te cruzaba poco. Ahí siempre estaba la Reina, Mali, mamá de Román, Mariano y Florencia. Inmensa, verborrágica, pintora amateur de trazo hermoso, artista del pan con manteca y dulce de leche, del cuidado de los jazmines y de las rosas del patio, que crecían a la misma velocidad que atravesábamos los días, junto a la Manchi y el Pusy, un gato que vivió más años de que los que Gatti jugó en Primera.

Recuerdo algo patente: un día estábamos pescando en el Club de Cazadores con Mariano (tu hijo del medio, mi gran amigo). Nadie sacaba nada y caíste con un balancín, un invento fantástico que iba en la línea, que le daba estabilidad y a su vez movimiento a la carnada para aumentar el pique. Mariano empezó a enganchar de a dos y nosotros nos quedamos mirando. Solamente te fuiste hasta el Carpincho en bici para eso y te volviste. “Sin dudas, un padre que hace 5 kms en bici para que su hijo pesque, debe ser un gran padre”, pensé muy para mí.

En esos años ya no eras aquel nadador o aquel gran basquetbolista que todos nos decían que habías sido, sino árbitro de básquet. Dirigías los partidos de la Liga local y te puteaban en 20 idiomas. Chicos, grandes, ancianos, perros, gatos, palomas, todos te puteaban. ¡Menos yo! Y ganas no me faltaban.

Un día, cuando todo era insulto e insulto, sobre la platea de Ciclista que da a la Avenida San Martín, te pusiste de espaldas, a medio metro. Apenas girando la cara y antes de llevarte el silbato a la boca para dar juego, soltaste un sutil: “¿Todo bien, Conejo?”. Fue tu manera de hacerme entender que estaba ahí, bancándote con un forzado silencio.

Otra vez, en cancha de Los Indios, se armó una pelea tremenda justo abajo del aro que da al escenario, ahí te querían matar. En el medio de todo el remolino, sacaste un peine negro del bolsillo izquierdo y te diste un retoque preciso, como en el baño de tu casa. Fue una de las mejores escenas de básquet que vi en mi vida.

También en esos días tenías una obsesión, que Mariano se hiciera de Boca. “Me tenés que ayudar, Conejo. Ayer le hice poner una camiseta de Los Indios (azul y amarilla), si lo empujamos entre los dos por ahí se hace de Boca”. Pero no hubo caso, el bostero fue Román.

La pieza de los chicos era una fiesta, los posters de Boca y River todos mezclados, las muñecas de Florencia, los retratos de los tres, la novedad del doble cassetera Noblex donde gastábamos “Rocas Vivas” de Zas, el olor a madera repasada del piso flotante y el sol por el ventanal de calle Cabrera.

Cuando crecimos, cambió todo. Algo nos acercó. “¿A vos te gusta el tango, Conejo? No te preocupes que si no te gusta, el tango te espera (…) A todos esos que cantan rock y les gustan a ustedes, los desenmascaro cuando quieren cantar tango. No saben nada.”

Hablando de tango, tuviste unos años en los que se te había dado por decir que eras de Platense (¡Platense!).

Sobremesa. Ramón Durante, Julio Dell’Orso, Juan Francisco Vilches, el Pluma Tuñón y Christian Rémoli.

¿Te acordás cuando conociste a mi hija en el departamento de Nuñez, Patón? Caminé 15 cuadras con el cochecito. Tu tocaya, Julia, se me hizo encima dos veces y tuve que ir rajando a comprarle pañales. Esa tarde me hice el gil pero me di cuenta de que me mirabas con algo de piedad y compasión.

Me gustaba de vos que eras un observador, sutil, bicho, algo bocón y (a la vez) discreto.

Cuando ibas a liquidar a alguien bajabas dos tonos la voz y te agachabas como metiéndote en un cono de silencio imaginario.

“¿Sabés lo que le falta a ese pariente tuyo? Le falta rocío, Conejo. Le falta andar un poquito más de noche”.

Cuando algo te generaba pasión, te tirabas para atrás.

“¿Sabés lo que más me gusta de Buenos Aires, Conejo? El ruido de los bares cuando se escuchan las fichas de dominó de afuera. Eso me encanta”.

Cuando hablabas de alguien que admirabas, gesticulabas, siempre rubio en mano. “León Najnudel fue un fenómeno. Un fenómeno en serio. Una vez en un asado acá en Junín le preguntaron quién era el mejor jugador de básquet de la historia de la ciudad y el tipo dijo, ‘si yo tuviera plata, me compro a Merlo y a Aréjula, pongo un aro en el fondo de mi casa y los hago jugar todo el día para mí, son una locura. Pero para ganar partidos, el mejor de todos es Pagella’”. 

El tiempo nos regaló un bar hermoso en una de las mejores esquinas de la ciudad, Alem y Cabrera. La esquina de la panadería “La Unión”, cerrada por años y centro de encuentro de los pibes de Pueblo Nuevo en las madrugadas de verano, ahora era un lugar para cafetear y relajar en el corazón del barrio. Nunca me dejaste pagar un café. Nunca. Siempre con la Susy, esa perra hermosa, tu gran compañía.

Ahí me dorabas la píldora junto a tu gran amigo Nito Aiub, los sábados a la mañana. “Vos sos un orgullo para nosotros, Conejo”. Ahí me agarraste resumiendo un libro de Alfonsín hace tres años: “¿vas a hacer algo con éste, Conejo? Me acuerdo una vez, después de la guerra de Malvinas, habló en el gremio, allá en Buenos Aires. La polenta y los huevos, los peronistas pensábamos ‘¿de dónde sacaron los radicales a este tipo?’”. Una anécdota siempre para todo.

Era emocionante el orgullo con el que hablabas de Román, de Mariano, de tus 4 nietas mujeres y de tu nieto varón. ¡Y de Mali! “Aquella”, le decías, con amor de tango. Y conmovedor cuando recordabas a Florencia, apuntando la vista a algún lado, casi sin pestañear, con una sonrisa: “Mariano y Román eran buenísimos cuando eran chicos, iban a comprar el pan y me daban un beso. Volvían de la panadería y me daban otro beso. Florencia era bravísima, como yo, contestaba, le gustaba andar, estar en la calle, tremenda”.

Había otra cosa que disfrutaba: escucharte cuando muy de vez en cuando contabas algo tuyo, de adentro. Te anticipabas con esto: “Conejo, ¿viste que para mí sos como un hijo?”. Y cerrabas el 100 por ciento de esas frases con el ‘mentendé’ tan tuyo.

En definitiva, entendía todo. A aquel señor de pocas palabras, aquel padre que pedaleaba 5 kms  para llevarle el balancín a su hijo, el amor por el ferrocarril, la pasión por el básquet, la importancia de sus amigos y los dolores, los dolores que no entran en ningún cuerpo, ni siquiera en uno tan grande como el tuyo.

Tu noticia me agarró el domingo a la tarde. Fue una piña de las peores, esas que nos ves venir.

Hasta tu casa, yendo desde la mía, pasé por el Club Junín (donde sos una institución para los pibes), encaré por Cabrera y vi las calles de Pueblo Nuevo, el ferrocarril de fondo: era una película de otoño, horrible, vieja y con el peor guión de la historia.

“¿Viste cómo es la cosa, Conejo… vos viste cómo es?”, me dije a mi mismo pero con tu voz.

Ahora que pasó la pesadilla que significó el adiós, pienso que cuando sea muy viejo y les quiera contar a mis nietos las  cosas lindas que me pasaron, les voy a poder decir con orgullo: “yo era amigo de un hombre inmenso que se llamaba Julio Dell ‘Orso”.

Pero me gustaría -si vos me permitís- despedirte con una imagen que se me vino caminando estos días por el barrio con Mariano. Es un verano caluroso, de madrugada, estamos todos los chicos sentados en la esquina de la panadería La Unión, nuestras voces de adolescentes excitados rebotan en las paredes del barrio. De repente nos callamos porque sentimos un ruido. “Es mi papá”, anticipa Mariano, mientras tu bici castañetea el empedrado. Pasás, sin mirarnos, y decís: “si organizo un atentado de palas, no queda ninguno.”

Nos reímos a las carcajadas y te vemos seguir.

Puedo ver cómo tu figura y la bici se recortan con el fondo de los Talleres del BAP de Junín y entrás a tu casa. Escucho el ladrido de la Manchi y el ruido seco de la puerta de madera que se cierra. Imagino que le das un beso a Florencia, le entornás la puerta de la pieza, la abrazás a Mali y te dormís.

Así, en paz, con ellas dos.

Chau Julio, descansá tranquilo. Y perdoname por el abrazo que no te pude dar.

Tu amigo.

Conejo.

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