viernes 19 de abril de 2024

CULTURA | 28 ago 2017

ANGEL VARGAS

Donde florecen, como glicinas, las lindas pibas de delantal

Un estilista sin continuadores y sin herencia. Sobrio, que se resistió a las audacias y a los alardes. Nunca se tentó con las sobreactuaciones o giros efectistas. Todo un cultor del romanticismo esquinero.


Por: ISMAEL CANAPARO

Fue un cantor brillante, dotado de gran personalidad para pararse delante de la orquesta y dueño del hermoso fraseo porteño de los años cuarenta, reo y compadrito. Pero siempre se alistó al lado del buen gusto, con carisma, simpatía y acento varonil. Angel Vargas (José Angel Lomio, su verdadero nombre), nació en el barrio de Barracas el 22 de octubre de 1904 y murió una fría mañana del 7 de julio de 1959, como consecuencia de complicaciones surgidas después de su paso por el quirófano por una intervención de rutina. Tenía 55 años y mantenía absoluta vigencia. Todavía hoy, a tanta distancia de su muerte, los índices de popularidad se mantienen intactos, pese a que son escasas las radios que pasan música de tango, como si fuese un delito.

Tal como sucedió con Pugliese-Morán, Troilo-Fiorentino y muchos ejemplos similares, el acople de Angel D’Agostino y Angel Vargas revolucionó el mundo tanguero, como una “soldadura musical” indisoluble,  de enorme predicamento. La unión de los “dos ángeles” ayudó a afianzar al tango como la mayor atracción popular de una época en la que abrieron innumerables fuentes de trabajo y orquestas y cantores ocuparon un lugar de privilegio en todas las programaciones artísticas, tanto en el centro y en los barrios de una ciudad que crecía y cambiaba, pero que todavía no cuestionaba los hábitos tradicionales, los valores consagrados durante décadas. La familia en primer término.

“El ruiseñor de las calles porteñas”, como se instaló en el imaginario popular el seudónimo que siempre acompañó a Angel Vargas, se presentó en Junín en dos oportunidades. La primera en abril de 1943, bajo la dirección de la orquesta de Angel D’Agostino. Fue en un baile organizado por el Club A. Sarmiento, en su sede del salón Víctor Hugo, en la avenida Rivadavia. La segunda y última ocurrió el 4 de enero de 1952 en el recordado Parque Recreativo Junín, ubicado en Moisés Lebensohn y General Frías, con su propio conjunto orquestal, conducido por Armando Lacava. Entre otros, interpretó estas canciones: “El adiós”, “Muchacho”, “Duelo criollo”, “Naipe marcado”, “Ríe payaso”, “De vuelta al bulín”, “Ventanita de arrabal”, “Cualquier cosa” y “Mi vieja viola”.

En su libro “Historia de la Orquesta Típica”, el doctor Luis Adolfo Sierra enumera los nombres de los directores más prestigiosos junto al de sus vocalistas. Cita a Aníbal Troilo con Francisco Fiorentino, Alberto Marino y Floreal Ruíz; a Carlos Di Sarli con Roberto Rufino, Alberto Podestá y Jorge Durán; Osvaldo Pugliese con Roberto Chanel y Alberto Morán, Ricardo Tanturi con Alberto Castillo y Enrique Campos; Osvaldo Fresedo con Roberto Ray, Ricardo Ruíz y Oscar Serpa; Antonio Rodio con Antonio Rodríguez Lesende y Alberto Serna; Horacio Salgán con Edmundo Rivero y Carlos Bermúdez;  Miguel Caló con Raúl Berón y Raúl Iriarte; Lucio Demare con Juan Carlos Miranda y Horacio Quintana; Alfredo D´Angelis con Carlos Dante y Julio Martel  y Juan D´Arienzo con Héctor Mauré, Alberto Echagüe y Armando Laborde. Nombra también a Angel D´Agostino y Angel Vargas y, cuando lo hace, afirma que “la identificación de la orquesta con el cantor determino, por sobre la labor por separado de cada uno, el éxito de un binomio que logró imponerse en el momento de mayor afluencia de grandes figuras de atracción en el tango”.

El recordado Julián Centeya dijo de Vargas que “era el cantor para las novias que no se habían desvinculado todavía de las trenzas, de la barra brava del boliche y de la esquina, del rectángulo colorado de los patios con glicinas…”. Definición perfecta, ya que su repertorio  rezumaba ternura, sensibilidad ante la naturaleza y la actividad humana de un tiempo duro, de guapos, que ya casi no existía.

En la colección “Los grandes del tango”, editada en España, se traza una amplia y profunda reseña de este formidable cantor que, sin lugar a dudas, está entre los diez mejores del toda la historia del género. Por eso vale su reproducción casi completa. Tras definir a Angel Vargas como una personalidad  “que todavía y por mucho tiempo, llegará al alma de los que sienten el tango como a algo de todos los días”, la publicación afirma: “Es que, paradójicamente, es alguien como Angel Vargas que, en vez de tener una voz potente y de enorme caudal, además de no ser un dechado de virtudes técnicas, ha llegado a calar tan hondo en el alma de su pueblo”.

El periodista Julio Nudler, redactor de la primera hora de Página/12, escribió sobre Angelito estos hermosos juicios de valor: “No apeló al lucimiento vocal. Ajustó su estilo a las modestas posibilidades de su garganta, convirtiendo en ventaja lo que era un hándicap. Su recurso consistió en expresar delicada, entrañablemente, las historias que contaban los tangos, adornando algunos sonidos planos con fiorituras que recuerdan de algún modo al cante andaluz. Cuando el oyente se interna en el legado de 180 grabaciones que dejó Angel Vargas, siente habitar un mundo armonioso, de bondad, de emoción, de sensaciones que pasan por el alma. Hay allí barrios pobres, consejeras de vecindario, racimos florales, ventanitas de arrabal, vidas simples de secretas ambiciones e ilusiones ajadas.  El poema de lo simple tiembla en su voz confidencial, que nunca lastima. Y así, mientras dure su jornada embriagadora, el viajero creerá que el de ese cantor nacido en Parque Patricios cien años atrás es el mejor mundo imaginable que pueda proponer un cantor de tango. No es así, sin embargo. Cantores “insuperables” hay muchos. Cantores que son en sí mismos un sistema de emociones y placeres estéticos, y cuyos niveles de calidad es mejor no comparar. Todos ellos y cada uno son lo supremo, a partir de Carlos Gardel y Rosita Quiroga, hasta los magníficos chicos y chicas de este hoy. Luego podrá el diletante mudarse a vivir con uno u otro por el tiempo que quiera, idolatrarlo mientras se aloja en su arte y, después, partir agradecido hacia otro excelso refugio”.

El escritor Juan Sasturain lo ve de esta manera: “En la nutrida pajarera del tango, El Zorzal es rey. Claro que ha habido otros numerosos pajaritos cantores, alondras muy femeninas, jilgueros machos. Pero parados dos palitos más abajo del Mudo siempre cantan Fiorentino –que fue trágicamente “El Gorrión Caído”– y este maravilloso e improbable “Ruiseñor de las calles porteñas”, Angel Vargas, del que se cumple otro año de inauguración de trinos en un nido bajo de Parque Patricios. A diferencia de Fiore, y como Hugo del Carril –cajetilla por adopción–, este José Lomio, muchacho que porque la suerte quiso no vivía en un primer piso de un “palacete central”, piantó del apellido tano y se rebautizó eufónicamente criollo. Nada más adecuado. Además, como Gardel, enseguida pidió diminutivo: es “Angelito” con una naturalidad achiquilinada y cariñosa a la que no podrían haber aspirado nunca ni el mismo Hugo, ni Marino, ni Rivero (¿qué oscuro pájaro era el Feo?), ni Morán, ni Sosa, ni la fila. Vargas era naturalmente un hombre cristalizado en pibe, que se elegía pibe: muchacho es la palabra. Tenía una voz chica y melodiosa, una inconfundible entonación persuasiva que usó como nadie para contar cosas simples: las pérdidas en el tiempo o el desamor en “No aflojés”, “Esquinas porteñas” o “Cicatrices”; la admonición sin retórica de “Muchacho” y “Pero yo sé”; la humilde y orgullosa pertenencia de “Tres esquinas” o “Señores, yo soy del centro”, siempre sin énfasis ni muecas. Incluso podía remontar tangos como “El Yacaré” –cuya letra se arrastra desde el título– para convertirlos en joyitas con el recurso del que dice –es de la estirpe de Floreal, claro– casi al pasar, sin subirse a banquitos ni marcar subrayados. Poco lunfardo, poco melodrama, minga de histeria. Vargas pintaba acuarelas, no óleos; cuadritos, no murales”.

Una trayectoria poética y romántica, a todo lujo

La brillante carrera de Angel Vargas se inició en 1930, con la orquesta del famoso Augusto Pedro Berto, utilizando el seudónimo de Carlos Vargas, con presentaciones en varias emisoras porteñas. Dos años más tarde realizó trabajo con Angel D´Agostino, con quien tiempo después formaría uno de los engranajes más perfecto del tango, sólo comparable a la dupla Aníbal Troilo-Francisco Fiorentino. José Luis Padula lo contrata en 1935 y graban dos temas, el tango “Brindemos compañero” y la ranchera “Ñata linda”. En 1938 hace algunos estribillos para la famosa Orquesta Típica Víctor y al año siguiente graba dos temas con acompañamiento de guitarras, el tango “La bruja” y “Milongón”.

En 1940 inicia su ciclo más emblemático al ingresar a la orquesta del pianista Ángel D'Agostino, con quien permanecería hasta 1946, dejando 94 temas en el disco, que constituyen verdaderas joyas del género, además de un recuerdo perenne en los amantes del dos por cuatro.

Al desvincularse de D´Agostino, comienza su etapa como solista,  la que encara formando su propia orquesta, alternativamente dirigida por distintos músicos: el bandoneonista Eduardo Del Piano, el pianista Armando Lacava, y los bandoneonistas Edelmiro D'Amario, Luis Stazo y José Libertella. En total, deja registrado en este ciclo en solitario un total de 86 temas. También hizo interesantes grabaciones con el trío de Alejandro Scarpino.

Entre su fecundo trabajo se destacan varias interpretaciones. Por ejemplo, “El Yacaré”, “El espejo de tus ojos”, “El Morocho y el Oriental”,  “No aflojés”, “Tres esquinas”, “Ninguna”, “Esta noche en Buenos Aires”, “En lo de Laura”, “Señores, yo soy del centro”, “Qué lento corre el tren”,  “Muchacho”,  “Esquinas porteñas”, todos con la orquesta de Angel D'Agostino y, ya en su etapa solista el tango “Ya no cantas chingolo (Chingolito)” de Antonio Scatasso y Edmundo Bianchi, acompañado por su orquesta dirigida por Armando Lacava, que tiene la particularidad doble de ser su único registro en dúo con otro cantante, que además era su hermano: Amadeo Lomio.

Luego, y hasta su temprana muerte en 1959, Angelito Vargas fue secundado por el trío del bandoneonista Alejandro Scarpino, también nacido en 1904 y compositor del célebre “Canaro en París”; y sucesivamente por Toto D’Amario, Luis Stazo y José Libertella, todos fueyeros.

 

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