jueves 25 de abril de 2024

OPINIÓN | 20 sep 2017

Caso Santiago Maldonado

Todos somos un poco miserables

Hay gente más miserable que otra, con más potencial, otros que la dejan ver más, pero todos somos, en mayor o menor medida, un poco miserables; como mínimo lo hemos sido alguna vez.


Por: OMAR MERAGLIA

La desaparición de Santiago Maldonado nos pone en una situación particular, mostrándonos  desnudos, es decir, tal cual somos frente a un hecho preocupante, aunque con la posibilidad de que se exteriorice nuestro lado más inhumano (que por supuesto escondemos).

Y es allí donde se ven las miserias de cada caso.

A quienes nos gusta jugar con el significado de las palabras porque entendemos a la palabra como la máxima expresión del ser racional, nos estalla en la mente este tipo de casos porque despierta peligrosas actitudes entre aquellos que frecuentamos.

Entonces, alguien –atinadamente-  dice por ahí que la “miserabilidad” está en todos nosotros, “no importa la educación que hayamos tenido, la moral o el código de honor del que presumamos, es muy difícil como mínimo no tener algún tipo de pensamiento miserable”.

Podemos ocultarlo de cara al público, sepultarlo en nuestro inconsciente, pero hay que ser consciente de que ahí está. Evidentemente, hay gente más miserable que otra, con más potencial, otros que la dejan ver más, pero todos somos, en mayor o menor medida, un poco miserables; como mínimo lo hemos sido alguna vez.

Llegados a este punto, hay que probar de ser menos miserable, más humano, suponiendo que eso no sea contradictorio.

Y aunque deseamos la palabra, sabemos que el problema está efectivamente en la palabra porque las variedades que nos ofrece la definición de “miserable” es amplia, aunque conmensura los más bajos instintos.

Porque –según el diccionario- es miserable el desdichado y también el infeliz. El que no vale nada, el avariento y el mezquino. Pero también el malvado y el perverso.

Es miserable el agarrado, el arrastrado, el avaro, el canalla, el menguado, el rasposo, el chamizo, el cutre, el roñoso y el sórdido.

Y acaso nos preguntaremos: ¿por qué tanta miseria?

Porque tenemos miedo de que nos pase algo y siempre creemos que les pasa (y así debe ser) a otros. Por avarientos y mezquinos (nosotros).

Como si se tratara de la lección oral del colegio que el profesor toma según el orden alfabético. Maldito el que falte y ponga en riesgo mi posición.

Y desaparece un joven y reclamamos por él, por las tarifas, por los votos, por el capitalismo salvaje y por los niños esclavos que confeccionan ropa de marca.

Y desaparece un joven y nos hacemos los estúpidos a sabiendas que falta un largo trecho para que caigamos en esa lista. Y pedimos por otros que desaparecieron por otras cosas tan miserables, pero creemos que la comparación nos hará menos cínicos (además de miserables).

Y creemos que es una puesta en escena porque estamos hartos de puestas en escena por parte de los políticos que se adueñaron de la política.

Y esperamos a que el desaparecido sea un farsante y que  aparezca en un yate de lujo junto a modelos francesas al servicio de los anarquistas o que esté escondido en el Bingo jugando hipnóticamente sobre las tragamonedas.

Y cada idea nos torna más miserables.

Y así vamos sorteando nuestros principios, porque como decía Groucho Marx, si “estos no le gustan, tengo otros”.

Y en cada esquina, cada sitio representativo, cada espacio de debate, cada pensamiento, sobrevuela ese profundo desprecio (escondido) hacia el otro, por el diferente, por el que piensa distinto (pero piensa).

Y así será por siempre hasta que un día el profesor acierte nuestro apellido… Y ahí, sin tiempo para más miseria, nos cagaremos en las patas.

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