martes 23 de abril de 2024

OPINIÓN | 27 nov 2017

El comodoro Py y la justicia

Un perfecto banal –un militar menor- cuyo nombre hoy repetimos tanto. Alguien diría que no es casualidad que sea el nombre más habitual de la justicia.


Por: LUCIANO CANAPARO

Hace unos cuantos años, Jorge Lanata escribió, en el último diario que dirigió (Crítica de la Argentina), que en este país “todo el mundo termina en Comodoro Py”. Y no se equivocó. Las pruebas están a la vista, de todos y de todas.

Ahora, que todos los días los tribunales emplazados en el barrio porteño de Retiro son visitados por exfuncionarios, dirigentes, políticos, hijos, periodistas... me inquietó ese nombre: Comodoro Py. Me di cuenta de que lo había pronunciado tantas veces, y escrito otras tantas, sin tener idea quién era el susodicho. Es curioso y nos pasa todo el tiempo: decir sin saber qué decimos. Con los nombres de las calles nos pasa lo mismo. No sólo por nuestra ignorancia sino también porque las calles encierran una injusticia básica: quienes las nombraron partieron de la base de que hay una etapa de la Nación cuyos ciudadanos merecen todos los honores –y a los siguientes que los parta un rayo. Por eso, cualquier vago nacido antes de 1850 que no haya sido un plebeyo completo –y mejor si fue abogado o militar- tiene su calle en algún rincón del país y, en cambio, personajes equivalentes de cien años después se perdieron en la merecida noche de los tiempos.

Este comodoro, pensé, debía ser de esos privilegiados cronológicos. Pero no tuve que pensar demasiado: wikipedia & Co me dio la respuesta. Eso que solía llevar horas de búsqueda hoy se ha vuelto cuestión de segundos. Es un cambio importante, aunque todavía no consigo entender cómo nos cambia.

En cualquier caso, la pantalla de la netbook me informó que el Comodoro Luis Py era un español que llegó en 1843 al Río de la Plata “y de inmediato ingresó a la Escuadra Argentina. Entre 1871 y 1872 fue comandante militar de la isla Martín García. La historia lo recuerda especialmente porque en 1878 dirigió la expedición que el Presidente Avellaneda mandó al Cañadón de los Misioneros en la Provincia de Santa Cruz, donde izó la bandera argentina el 1° de diciembre, como reafirmación de la soberanía nacional sobre aguas patagónicas, que se veía amenazada por la presencia de buques extranjeros”.

Como ven, un perfecto banal –un militar menor- cuyo nombre hoy repetimos tanto. Alguien diría que no es casualidad que sea el nombre más habitual de la justicia.

La justicia en la Argentina es más o menos eso: una banalidad que repetimos tanto. La justicia en la Argentina es, para empezar, una institución que funciona tan mal como todas las otras, bajo influencia legal extrema del poder político y bajo influencia ilegal extrema del poder político –léase subsecretario que llama al juez para convencerlo de que haga esto o lo otro...

La justicia en la Argentina es el espacio de una desigualdad invariable, donde es muy distinto ser cuarentón lechoso que morocho jovencito, donde zafan los que pueden pagarse buenos abogados y cagan los que no: donde las diferencias de clase y los vericuetos legales son mucho más eficientes que cualquier razón o verdad.

La justicia en la Argentina es la instancia donde depositamos la esperanza de que alguien haga lo que no hacemos: ante los infinitos delitos visibles –no los ocultos– que cometen los que ocupan el poder político, la sociedad no los sanciona con política –con movilización, votos, repudios varios– sino que espera que alguna vez, cuando pierdan su silla, los agarre la justicia y haga algo. Pero lo que entendemos por justicia –el conjunto de normas legales que regulan nuestra vida común o algo por el estilo– es una convención: un acuerdo social, la letra que hace explícito un pacto implícito entre todos los ciudadanos o, por lo menos, los que pueden participar de un pacto. La justicia es un consenso: lo que la mayoría de un país coincide en considerar correcto, y justo. Que puede, por supuesto, variar mucho.

La justicia en Israel cuando la Biblia consistía en cobrar ojo por ojo y matar a cualquiera que trabajara un sábado: era justicia, todos coincidían. La justicia en la edad media cristiana consistía en obtener confesiones por tortura y meter la mano del reo en agua caliente: si se quemaba era culpable; era el juicio de Dios, y todos lo aceptaban. La justicia en el islam contemporáneo consiste en matar a pedradas a la mujer adúltera y cortar la mano del ladrón: es justo para ellos.

La justicia en el mundo actual consiste en que si yo me compré cinco kilos de pan me lo puedo comer todo aunque a mi alrededor veinte pibes hambrientos pidan, rueguen y lloren –porque el pan es mío: es la ley, coincidimos.

La justicia en la Argentina actual también consiste en que una mujer no puede decidir si quiere seguir adelante o no con su embarazo, o que un menor no debe ser juzgado y condenado igual que los mayores. Y no fue siempre así, ni siempre será.

La justicia es un valor relativo, variable, con pretensiones de absoluto: cada sociedad tiende a creer que su idea de justicia es inmutable. Por eso, entre otras cosas, justicia es una palabra con un valor muy positivo todavía, una palabra que legitima lo que toca: será justicia, ese reclamo es justo, la justicia social, estamos contra la injusticia, viva el justicialismo y el comercio justo.

Por eso me impresiona cuando veo en los medios historias de “justicieros”, más o menos similares: el tipo que oye un ruido, se asoma, ve a alguien intentando saltar el portón de su casa, apunta y le mete tres tiros en la espalda. Pero alguien lo ve –lo raro de la vida es que siempre hay alguien que te ve– y lo denuncia; unas horas después la policía le tocará la puerta y lo detendrá.

El fulano dirá que actuó en legítima defensa –de su propiedad privada, quizás aclarará, porque su vida nunca estuvo en peligro. Quedará preso, pero varios medios lo llamarán “vecino justiciero”. Si lo dicen con sorna no se les nota. Un justiciero es alguien que ejerce o impone la justicia: para todos estos medios, el vecino es uno de ellos.

Cada vez más personas, hastiadas y aterradas por los asaltos y los relatos de los asaltos, piensan que pegarle un tiro por la espalda a un tipo que te quiere chorear el auto es –una forma mejorada de– justicia. De eso hablábamos: de que la justicia es consensual y que, por lo tanto, puede cambiar. Que así como los diputados aumentaron brutalmente las penas por ciertos delitos cuando Blumberg sacudió Buenos Aires, así podrían disminuir otras si se consolida el consenso de que tirar contra un delincuente no está mal. La tendencia no es nueva pero se está afirmando: cada vez hay menos reparos en llamar a un asesino un justiciero.

Es uno de los efectos del segurismo. El Estado ya mostró que no consigue cuidar a sus ciudadanos: sus fuerzas de represión se parecen demasiado a lo que deben reprimir, su justicia es un desbarajuste, sus cárceles rebosan y destrozan, sus –dudosas- políticas sociales siguen produciendo pibes chorros. Los ricos ya demostraron –hace un rato largo- que el cuidado del Estado no les sirve y se compraron su propia protección. El resto, entonces, abandonado a su suerte, entiende el mensaje, sigue el modelo y decide cuidarse a sí mismo: ocuparse de su propia seguridad con un arma en la mano. Lo seguirán haciendo, cada vez más, mientras el Estado no consiga probarles que no es necesario. Si eso no sucede y el consenso avanza, la aprobación social se irá consolidando y, algún día, sancionaremos que matar así es justicia: cosa de justicieros. La ley de la selva, al fin y al cabo, es una ley. Donde gana el más fuerte –como siempre, pero sin tanto disimulo.

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