miércoles 24 de abril de 2024

CULTURA | 18 dic 2017

JUNÍN TIENE QUIEN LE ESCRIBA

“El segundo círculo”, un cuento de Gerardo Badoglio

En Semanario tenemos la intención de divulgar nuevas (y también experimentadas) voces de la literatura, y en ese desafío hoy te presentamos un cuento de Gerardo H. Badoglio


Cuando se asomó por la ventana, no pudo evitar ver en las calles el designio trágico que le suponía el otoño. Eran esas hojas muertas. Tapaban las calles dejando raquíticas las copas de los árboles. El viento frío y la llovizna opacaban todo lo que estuviera más allá de las narices. Sentía que nada podía salir bien un día así. Pero también era cierto que su vida siempre se había tratado de eso mismo, de ese miedo reverencial con el que veía a todo y a todos. La tarde apestaba, era cierto, pero no más que cualquier otra tarde desde aquella en la que, empujada por los sueños de sus padres, había abandonado los suyos para convertirse en la distinguida Sra. M. Se apartó de la ventana algo turbada, incómoda. Se vio en el espejo de la sala, más delgada y ojerosa que nunca. Se odió a sí misma. Se sintió confundida, insegura.

Mientras se colocaba el sobretodo y el sombrero de piel, cerró los ojos y trató de controlarse mientras rumeaba viejos rencores para justificarse y jugaba nerviosa con el crucifijo de plata que llevaba en el cuello desde muy chica. Se repitió a sí misma que nadie sospecharía jamás. Nadie se detendría a ver si la pobre escuálida y enfermiza iba o venía. El Sr. M. tampoco sospecharía. No imaginaría jamás que detrás del fantasma que cada noche le servía la cena, cultivando a su pedido el más atronador silencio para no importunarlo, había una mujer urgida, capaz de romper con su credo, de soñar y humedecer sus ropas. Besó el crucifijo sabiendo que era inútil invocar a un Dios del que se apartaría, y lo guardó debajo del vestido antes de lanzarse a la calle.

El taller de Arte del Sr. G. no solo era el último vestigio de aquella mujercita soñadora y vivaz que supo ser, sino también un refugio de su propia vida. Cómo cada miércoles por la tarde, a la misma hora, caminó hasta él. Pero esta vez lo hizo sintiéndose observada, intranquila. Temía que de un momento a otro alguien la viera y le gritara su nombre. Que la miraran como se miran a esas personas que destilan inmoralidad, y la apuntaran con el dedo, condenándola a lo más profundo del segundo círculo del infierno de Dante. Y mientras alimentaba sus miedos, temerosa y ruborizada, sintió pasos detrás de ella, en los charcos, y el sonido le cortó la respiración. No obstante, miró por sobre su hombro: un hombre, un desconocido, caminaba a unos pocos metros de ella. Apuró el paso para ganar distancia, pero no lograba dejarlo atrás. Buscó en el bolsillo de su tapado la llave del taller de arte, tratando de calmarse, pero lo escuchó carraspear demasiado cerca, y la impresión le arrancó un pequeño gemido histérico. No pudo dejar de preguntarse si su marido, ese que apenas le dirigía la palabra, por fin había reparado en ella. Pensó que quizás había notado esa sonrisa ridícula que tenía mientras limpiaba y recordaba las clases del Sr G., o esa forma de mirar la nada mientras recordaba la encantadora forma de adularla, o quizás la agitación en las noches, cuándo apenas podía disimular las caricias con las que desahogaba las perversiones que imaginaba. Pero se repitió a sí misma que era imposible. Para su esposo, ella era y sería por siempre una inútil incapaz de darle un vástago digno de su apellido. No más que parte del mobiliario.

Dobló en la esquina y a pocos metros distinguió la fachada del taller de Arte del Sr. G., con su enorme puerta de acero negro, estilo barroco. Miró atrás y a los costados frenéticamente, entorpeciendo su propio afán por disimular, y vio que estaba sola. Se tomó con firmeza del picaporte, y con él se ayudó para alcanzar el último escalón. La llave se volvió indomable entre sus dedos. Tenía palpitaciones, y el pulso errático. Logró girar la llave, pero la puerta no se abrió. Insistió. La empujó primero, y luego la topó con el peso de su cuerpo. Notó que cedía. Todo estaría bien, se dijo a sí misma. Intentó cerrar, pero un fuerte golpe la hizo caer de rodillas. Se sintió somnolienta. La puerta finalmente se cerró detrás de ella. Y todo oscureció.

Despertó escuchando pasos. Estaba sentada, encapuchada y con las manos sobre su falda, atadas por las muñecas. Por el olor a tabaco supo que estaba en el taller, y reconoció la comodidad del sillón café, en la diminuta sala de estar donde el Sr. G. solía dictarle clases personalizadas. El mismo lugar en el que en varias oportunidades habían abierto sus corazones en medio de interminables charlas. Ese lugar donde ella había descubierto por primera vez en su vida que también era digna de deseos. Donde él le había preguntado si podía besarla. Donde ella se despojó de ataduras y le confesó, entre bisbiseos tímidos, que ya no sabía cómo contener sus pecados. Ese lugar. El de ambos. Por ese motivo sintió que no había nada que temer.

-¿Es ésta? -dijo alguien a quien no pudo reconocerle la voz. Está buena. Flaca, pero tiene lindas gambas.

-Y lindo culo -dijo otro, sentado a su lado, a quién tampoco pudo identificar.

Una mano la recorrió hasta la entrepierna, dejándole el muslo al desnudo.

-¿Es usted? -balbuceo desconcertada.

Una sonrisa burlona y después silencio. Esa fue la respuesta que obtuvo. A la parte de sí que dudaba, le costaba aceptar que la tocaran de esa forma. A la parte de sí que creía en el Sr. G., le costaba resistirse. Pero en medio de ese juego perverso, el sonido de llaves girando en la cerradura primero y el chirriar de las bisagras después, la liberaron. Escuchó a los hombres que la secundaban alejarse, apurados. Y también escuchó otros pasos, metódicos, rodeándola. Estaba cerca, muy cerca, y no pudo evitar sentir el perfume que traía puesto; floral, suave y atrapante. Pero ella seguía abrumada. Se paró y dio un par de pasos. Aguardó atenta, sufriendo el silencio. Dio otro paso y chocó la mesa ratona que adornaba la sala de estar. Intentó quitarse la capucha, pero un chistido la detuvo. Dudó por un instante pero se detuvo; por primera vez en su vida, aunque vagamente, disfrutó la sumisión.

-¿Qué hora es…? -otro chistido la hizo callar.

No importaba cuánto la atrapara ese juego perverso, no pudo dejar de preguntarse cuánto tiempo habría estado inconsciente, qué hora sería. Imaginó tener que explicarle a su marido, y tembló. Además, los nervios la hacían sudar. Se sentía incómoda, sucia, y no podía dominar el temblor en sus piernas. Su corazón latía fuerte y la tensión le cerraba la garganta. Estaba arrepentida. En ese momento hubiese cambiado cualquier cosa por borrar aquellas palabras que le había susurrado al Sr. G. y volver a la ordinaria y aburrida vida anterior. Estuvo a punto de gritar cuando un ruido, uno imperceptible, acaparó toda su atención. Contuvo la respiración para escuchar mejor, mientras se acurrucaba sobre sí misma; quien fuese el que la observaba estaba cerca, más de lo que pensaba, tal vez detrás de ella, mirándola, disfrutando sus nervios, sus miedos, esperando a que colapsara para abordarla e incluso dañarla. Una oleada de horror la atravesó. Las piernas le flaquearon y estuvo a punto de caerse; sintió calor húmedo en su entrepierna, que luego se extendió por el muslo. 

-¿Quiénes son…? -se le entrecortó la voz y no pudo seguir.

Sus pies quedaron rodeados de un charco tibio, y el olor le generó arcadas. Fue entonces que algunos dedos, tersos y fríos, le recorrieron la cintura arrancándole un gemido histérico. La rodearon hasta llegar al vientre, y luego bajaron por el muslo.

-Señor G., si es usted…

Fue obligada a girar y apoyarse contra la pared con tanta violencia que apenas pudo cubrirse la cara con las manos. Sintió la cremallera del vestido bajando hasta desnudarle la espalda. Sintió sus labios recorriéndole el cuello y el hombro. Sintió su cuerpo apretándole las caderas.

A cierta distancia volvió a sentir el chasquido metálico, y unos segundos después el olor a tabaco de pipa. Alguien más estaba ahí. Eran dos o más. Uno de ellos solo miraba. Con seguridad se regodeaba viéndola temblar mientras esas otras manos, las que se le escurrían debajo del vestido, llegaban hasta los tibios y húmedos pliegues rosados de su cuerpo. Imaginó al Sr. G. en el sillón observándola mientras fumaba. Pero deseó que fueran sus manos las que le recorrían la piel, con fuerza, avivando ese aroma agobiante que enciende la química de los cuerpos e impregna la ropa, el que parecía estar ganándole la batalla a sus estructuras, mareándola, transformándola, obligándola a olvidar que tan solo un par de horas atrás era otra, una dama o una rea sin derecho a soñar, ya no importaba. Entonces se descubrió a sí misma fregándose la palma de la mano con el dedo, y luego recorriéndose el antebrazo con los labios, saboreándose, explorándose y clavándose los dientes en la carne, descubriendo que entre ese dolor punzante y ese placer aberrante, apenas cabía su alma. Creía estar dominando la situación, pero apenas pudo reaccionar cuando sintió la rigidez de su cuerpo hundiéndose en ella. Se le cortó la respiración. Su cintura se quebró y arqueó la espalda. Se dejó llevar mientras las arremetidas desgarraban los últimos vestigios de su pasado, y luego del quejido final él la dejó caer de rodillas, y desapareció sin decir una palabra. Aturdida como estaba se quitó la capucha, logró desatarse con los dientes y vestirse antes de correr a la puerta de calle, donde al ver el sol sintió algo de calma.

Aquella noche sirvió la cena cultivando el más atronador silencio para no importunar a su esposo, y luego se retiró al dormitorio. Despertó mil veces entre imágenes que, sabía bien, la perseguirían de por vida. El Sr. M. ya dormía a su lado, inmutable, y de todas formas se ocultó bajo las sábanas, temerosa de que algo en su cuerpo hubiera cambiado, y fuera descubierta.

Al amanecer, mientras preparaba el desayuno y a pesar de no estar segura de lo que había ocurrido la tarde anterior, sintió un profundo deseo de no ser esa, sino aquella, la vulgar. Quería estar lejos, con él, contra esa pared. Abrió los ojos y vio a su esposo del otro lado de la mesa, mirándola ridículamente.

-¿Me va a servir el café? -le dijo, y le extrañó que en la voz no hubiese un reclamo implícito, sino dulzura-. ¿Durmió bien? -preguntó, por primera vez en diez años, y tomó la cafetera para evitar que ella siguiera volcando el café en la mesa.

-Sí- susurró, y en su voz se notó el desconcierto.

El Sr. M. se retiró sin saludar, como era su costumbre, y al pasar junto a ella dejo una estela de perfume floral, dulce y atrapante; ese del que ella jamás se olvidaría.

 

Perfil de autor

Gerardo H. Badoglio nació en Junín, en 1979. De formación académica en las ciencias agrarias, encontró en la literatura y la cocina su verdadera pasión. En 2016 fue invitado a publicar “El chasqui del olvido” en la tercera edición de la revista literaria Rama Negra, en conmemoración al bicentenario de la patria. En el mismo año su cuento “Pedro, mi querido Pedro” fue distinguido como finalista en el concurso “Osvaldo Soriano”, organizado por el laboratorio de ideas y textos inteligentes (LITIN) de la facultad de periodismo de La Plata. Cerrando el año 2016, su cuento “Resiliencia sacra y lóbrega” alcanzó el tercer puesto en el concurso “Horacio Andrés Melgar" organizado por la Sociedad Argentina de Escritores, sede Junín. Ya en el año 2017, su cuento “La espina y la redención” fue seleccionado para formar parte de la antología “Nuestros cuentos”, publicada por la editorial Rama Negra. También en 2017, su cuento “El segundo círculo”, fue mención de honor en el concurso “Juan Carlos Ghioni” organizado por la Sociedad Argentina de Escritores, sede Junín. Finalmente, durante la Feria del libro 2017 de la ciudad de Junín, obtuvo el primer puesto en el certamen de novela corta “Rody Moirón”, la cual estará a disposición de los lectores en los próximos días.

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