viernes 29 de marzo de 2024

CULTURA | 1 feb 2018

JUNÍN TIENE QUIEN LE ESCRIBA

"El allanamiento", un texto de Marcelo Rosetti

Hoy te presentamos un relato de Marcelo Rosetti (“El allanamiento”), alumno del Taller Literario dictado por la profesora María Silvia Biancardi.


Casi sin darme cuenta, me encontraba haciendo un viaje  impensado para mí aquella mañana de verano. Es que el concepto de carga pública, viejo resabio de señorío del Estado, se había aplicado aleatoriamente sobre mi persona en ese día, y claudiqué aceptando ser el testigo de quién sabe qué causa perdida y sombría. Y dejé entonces el camino que mi libre albedrío había trazado en ese momento. Así fue como de buenas a primeras iba raudamente por las afueras de la ciudad en un patrullero de la Bonaerense, o lo que quedaba de él. El color gris lo inundaba todo, desde los tapizados raídos y maltratados, hasta los sucios vidrios que, como en un sueño o pesadilla, me dejaban ver a lo lejos el devenir del tiempo que me había sido arrebatado. El aroma que reinaba allí adentro era inmundo. El calor de ese día hacía del sudor un hedor pestilente emanando de los cuerpos apretujados en su interior.

Éramos cuatro almas a bordo del automóvil, que se desplazaba por un polvoriento camino de tierra al calor de un sol abrasador de enero. Me sumergí de repente en un mundo que consideraba lejano y ajeno. Los dos policías y su superior hablaban en código, haciendo más penosa la intriga. Sólo fui informado que participaría en un allanamiento en calidad de testigo. Nada más por el momento. Podía advertir el nerviosismo en sus miradas, que se entrecruzaban a cada grito de “cambio” que surgía de la radiollamada. Desde alguna central iban recibiendo las novedades del procedimiento, la ubicación de a quién iban a apresar, suponía. El superior parecía más exultante que los agentes. Sus gestos y facciones eran los de un perro de caza tras su presa. Yo dudaba si su placer estaba en hacer justicia, en descubrir la verdad o si simplemente era el opio de la venganza, vaya a saber uno de qué… Era un tipo de unos cuarenta y pico de años muy bien llevados, a pesar del vértigo y del consecuente desgaste que su cargo suponía. Los otros, un par de veinteañeros imberbes en los oficios de la fuerza pública. Lo adivinaba al escuchar sus voces trémulas a cada respuesta exigida por el superior. Y yo ahí, con un líder desencajado y dos discípulos inexpertos, dirigiéndome a alguna guarida. El miedo me embargaba. Y también la ansiedad, oculta en el deseo de saber de qué se trataba todo este despliegue.

Cada vez se veían menos casas, y las pocas que aparecían tras lo tupidos matorrales, apenas se sostenían en pie. Reflejaban el olvido y el abandono de aquellos parajes.

Finalmente, llegamos. Nos detuvimos frente a una humilde vivienda. Era una casa baja, de techo a dos aguas. Sólo una parte construida de ladrillos, apenas unidos por el cemento. Con un hueco que oficiaba de ventana, tapado con una media sombra. La otra parte de la improvisada vivienda era de restos de chapas, pedazos de carteles publicitarios, que irónicamente reflejaban los objetos y la felicidad que les había sido negada a sus moradores. La tapera apenas se asomaba tras una maraña de quién sabe qué plantas. Las podríamos llamar simplemente yuyos. Sobre la puerta de acceso yacía un perro galgo, más flaco y esquelético de lo normal, de un color amarronado. Dormitaba plácidamente y ni siquiera se molestó por la llegada de la policía. “Le resultará familiar”, pensé. De la radio surgió una nueva indicación ininteligible, pero que dejaba bien en claro que todo se aprontaba a un desenlace definitivo. El corte de la transmisión terminaba con una alocución inequívoca: “cambio y fuera”. Los uniformados se aprontaron a descender del vehículo. Mi corazón latía con más fuerza, la suficiente como para ser más que perceptible, inquietante. Me indicaron que debía permanecer allí, en el auto, hasta que ellos declararan limpia la zona. Y así los vi perderse a los tres, tras los matorrales. Se escuchó un grito de alerta. Era la policía que se anunciaba. Y después de una breve espera que parecieron años, el estruendo de la precaria puerta derribada por la fuerza. “Ingresaron”, pensé. Y quedé ahí expectante: ¿cuál sería mi suerte?

Al ´cabo de unos minutos, y de oír unos tumultos en el interior de lo que casi no podríamos llamar vivienda, me dieron el aviso de que debía pasar a constatar. Se ponía en acción el motivo de mi presencia en aquel lugar.

Fui rápidamente. Ingresé por la parte trasera, luego de atravesar un amplio patio. Un predio casi sin pasto a pesar de estar en verano, polvoriento al igual que el camino que llevaba a esa casa. Un terreno sediento de agua y de esperanzas. Era un cementerio de un sinnúmero de objetos sin sentido, arrumbados por alguien con el afán de hacer crecer una fortuna imaginaria.  Para mí, sólo estaba en presencia de una montaña de basura. Lo que más se destacaban eran las piezas desperdigadas de lo que en algún momento fueron motores. También partes de motos y bicicletas. Todo rodeado de huesos resecos que alimentaban o le hacían creer al galgo de la entrada que conseguían alimentarlo. Sólo escuchaba el rechinar de las chicharras en ese día agobiante. El calor intenso anunciaba una inminente tormenta de verano. Esto lo confirmaba la enorme cantidad de alguaciles y otros insectos que sobrevolaban por doquier. Los unos pronosticaban la tormenta, los otros el hedor impregnado hasta en las paredes desnudas de la casa. Entre ellos había mariposas, de esas de color blanco que andan por los campos. Una se posó sobre mi brazo transpirado, y sin dudarlo la aplasté con mi otra mano. No vacilé en hacerlo. Descargué sobre ese inocente insecto toda mi ira contenida por estar involuntariamente inmerso en esta especie de encierro. Cruzamos miradas con los oficiales, asintieron con sus cabezas y luego ingresé. Allí estaban los tres, finalmente  junto a la presa: un joven de unos veinte años, flaco y desgarbado como su perro. De grandes ojos negros. Oscuros al igual que sus cortos cabellos, semidesnudo y esposado. La mirada era profunda y perdida a la vez. Insultaba a  los que eran viejos conocidos suyos. Era evidente lo familiar que les resultaba a todos la escena. Más allá de eso, el muchacho gritaba improperios a los cuatro vientos. También tenía su propio dialecto. Todo transcurría como en un teatro, en donde yo era el único y exclusivo espectador. Los sentía más actores que otra cosa. Me pidieron que los siguiera y que observara cada movimiento. Cada elemento que consideraran prueba del delito cometido.

El secreto me había sido develado: se lo acusaba de un robo ocurrido en las instalaciones de una pequeña fábrica de jabones y perfumes ubicada a la vera de la única ruta del pueblo. Era el robo de variados objetos de la empresa. Dentro de ellos, algo insólito, que respondía a una afición del propietario: una colección de mariposas, vivas por cierto.

Entonces me avoqué a la tarea que me había sido impartida: comencé a observar todo con sumo detenimiento. La casa estaba oscura y sombría, ya que se ubicaba debajo de un inmenso árbol. A pesar de ello, se podía divisar el tremendo desorden imperante. El interior de la casa parecía la prolongación del depósito de basura que era el patio. El olor a encierro era adormecedor. Había una radio encendida, y se oía suavemente una música del litoral, pensé, por sus acordes alegres. Era como una vía de escape de aquella sordidez, buscaba la evasión de todo aquel que cayera en la cuenta del infierno de su desdicha, por estar reducido a tan miserable condición.  Entonces yo necesitaba agudizar al máximo mis sentidos si de algún modo debía convertirme en los ojos y oídos del juez.

La habitación destinada a la cocina comedor, y centro único de la vida social de la casa, contaba con una pequeña mesada de cemento, donde en algún momento de mejor fortuna se reposaron sencillos azulejos violáceos. Una cocina maltratada por los años, con su enlozado carcomido por los golpes, y una sola hornalla funcionando. A su lado, como fiel compañera, una oxidada garrafa. Del resto del artefacto sólo habían quedado los huecos que ocuparon los mecheros.  La pileta adosada a la mesada estaba llena de yerba. Vieja, lo supe por el olor que desprendía. La mesa era de una madera oscura y las sillas eclécticas, cada  una única en su especie. Sobre el centro de la mesa desnuda, un  metálico cenicero, borracho de colillas retorcidas. Más allá se divisaba un pequeño televisor, sobre un cajón de manzanas. Era todo el mobiliario que había. Los oficiales me indicaban que mirara todo, y yo hacía el esfuerzo por recordar, mientras ellos imprimían aún mayor desorden a ese caos en su afán de encontrar las pruebas. Sin embargo, aún nada respondía a los objetos de valor que buscaban. Luego pasamos a la segunda y última habitación de la morada, el dormitorio. Sobre los restos de una cómoda de pino desvencijada, con cajones faltantes y herrajes ausentes, una pila de ropa, ya no sé si sucia o limpia. Daba igual. Y al lado, la cama. Enmarañada de sábanas retorcidas. Había también una pequeña almohada sin funda. Finalmente, en un rincón del pequeño cuarto, una pila de diarios viejos, carcomidos por las ratas. Y ahí, justo ahí, apareció ante mis ojos el único destello de color, de belleza en ese sumidero. Aplastada entre las hojas de los periódicos, se revelaba una exótica mariposa. Enorme. Sus alas aterciopeladas, eran del más profundo carmesí que hubiese visto, adornadas con vivos áureos y pintas de ébano. Una joya en un basurero. Se hizo un silencio. El joven dejó de gritar con su voz entonada y aguda, y los policías dejaron de buscar como perros de caza. Era el momento culmine del acto: el delito estaba consumado. La prueba, la evidencia, apareció ante los ojos de todos.

Y comprendí. Me di cuenta del valor de las cosas. Pensé: “Quiso atesorar algo de hermosura, su alma también se resistía a estar en esa miseria, también necesitaba de las cosas bellas”. Pero no... todas las cosas tienen el mismo valor. Esa mariposa exótica que él había matado tenía un dueño. Y él no iba a ser castigado por interrumpir la vida del precioso insecto. Caí en la cuenta del valor superior de la propiedad sobre la vida, tan superior que le sobraba como para hacer que este desdichado perdiera su libertad. Me generó perturbación este pensamiento. Pero por una ladina suerte, esta alma mezquina estaba del otro lado, del lado del que podía interrumpir impunemente la vida de una mariposa blanca, común y silvestre, de las que no tienen dueño ante los ojos de la ley y de inmediato, encaminarse al acto acusatorio del mismo delito, pero cometido por otro con distinta fortuna. Y me quedé pensando. ¿Igualdad?....qué lejos estamos.

Perfil de autor

Nació el 01 de noviembre de 1976, en Junín. Concurrió al Colegio Parroquial San José (Jardín y Primaria) y Colegio Santa Unión (Secundaria). Estudió la carrea de Contador Público en el Centro Universitario Regional Junín - UNLP. Su gusto por la literatura en general y por escribir en particular, es desde siempre. Desde que lo recuerda. Si bien ha sido una faceta relegada por algunos años, decidió retomarla inscribiéndose en el Taller Literario dictado por la Prof. María Silvia Biancardi en la UNNOBA. Fruto de tales cursadas han surgido diversos cuentos enmarcados en las consignas del curso. El que se presenta en el día de hoy, es uno de tales escritos, que el autor desea compartir con la comunidad en general.

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