jueves 25 de abril de 2024

CULTURA | 3 mar 2018

TENÍA DEVOCIÓN POR GARDEL Y ZITARROSA

Juan Carlos Onetti, el escritor tan querido y admirado

“En todos sus cuentos, se esconde un secreto. Y ese secreto escondido no se puede contar. En esas supresiones radica muchas veces el éxito de una narración” (Mario Vargas Llosa).


Por: ISMAEL CANAPARO

Juan Carlos Onetti nació en Montevideo el 1º de julio de 1909 y murió en Madrid el 30 de mayo de 1994, tras su obligado exilio ante los sucesos, ya de sobra conocidos, como el Plan Cóndor, que tuvo a los militares argentinos y uruguayos como los artífices principales de ese sanguinario pacto.  El brillante escritor fue huésped criollo durante varias décadas, suelo al que amaba y en el que proclamaba su admiración por Roberto Arlt y su literatura.

A propósito de Arlt: Cuenta en una anécdota subrayada en un prólogo de una de las ediciones de “El juguete rabioso”, que por la década del ´30 conoció a Arlt gracias a la gestión de Italo Costia, un amigo común que quería que el escritor consagrado leyera la primera novela del uruguayo recién llegado a Buenos Aires para probar suerte. Después de una lectura rápida del manuscrito de “Tiempo de abrazar”, Arlt, con el desenfado que lo caracterizaba, se expidió diciendo: “Decime vos, Costia, ¿yo publiqué una novela este año?”. A lo que éste respondió: “Ninguna. Anunciaste, pero no pasó”. De inmediato, el primero aseguró: “Es por las Aguafuertes que me tienen loco (…). Entonces, si estás seguro que  no publiqué ningún libro este año, lo que acabo de leer es la mejor novela que se escribió en Buenos Aires. Tenemos que publicarla”.

Materializó una leyenda sobre una curiosa y llamativa pereza (vivió durante más de doce años recostado en su cama); admiró a Faulkner, Conrad, Arlt, Dostolevski y Cervantes, y fue fanático del género policial, como así también de Carlos Gardel y de Alfredo Zitarrosa, por los que sentía un cariño muy especial. Supo combinar una mirada profundamente “existencialista” de la vida en las ciudades rioplatenses que él amaba (Montevideo, Buenos Aires, Rosario), enfocada con una sutil técnica narrativa. 

En 1933 publicó su primer cuento, que tenía un largo título: “Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo”. El escritor y periodista chileno, Luis Harss, sintetizó así el posterior desenvolvimiento de Onetti:  “Seis años después editó su primera novela, “El pozo”, y en 1949, con el cuento “La casa en la arena”, presentó la imaginaria ciudad de Santa María, escenario de muchas de sus 11 novelas y 47 relatos, que son fundadores de nuestra modernidad literaria, como lo destacaron Carlos Fuentes y Julio Córtazar. Escritor barroco a su manera, en la obra de Onetti se destacan títulos como “El astillero” (1961) o “Juntacadáveres” (1964), además de cuentos como “El infierno tan temido” o “La cara de la desgracia”. Representante de la clase media uruguaya en crisis, también fue periodista. En 1993, afincado ya en Madrid, publicó su última novela, “Cuando ya no importe”.

Circulan muchas leyendas en torno a Onetti. La más falsa es que era un hombre triste. Los testimonios de sus amigos decían lo contrario: él se burlaba hasta de su sombra. Además, se reía de los solemnes y de los burlones. En un diario español, “El Mundo”,  disparó muy certeramente contra algunos desconsiderados que usaban el poder y la barba del poder para ningunear a otros. Lo cierto es que el uruguayo está  entre los escritores más interesantes del siglo XX.

Otra leyenda falsa que luce por allí sobre él es que se metió en la cama durante años porque tenía miedo de la realidad; aparte de que no quería levantarse porque su perra, la Biche, perseguía sus canillas, Onetti estuvo en cama simplemente porque en el lecho es donde leía como un dios, y así leía cada día un libro, por lo menos. Esas condiciones de hombre sarcástico y profundo lo convirtieron en un entrevistado memorable, cuya memoria divertida resultaba tan atractiva y tan enciclopédica como la de su colega Jorge Luis Borges. No dejaba títere con cabeza, y muchas cabezas rodaron a costa de su lengua.

“En la cabecera de su cama, Juan Carlos tenía pegado un cartel plastificado con los estatutos del “Club de los que Nacieron Cansados: “Se nace cansado y se vive para descansar. Ama a tu cama como a ti mismo. Descansa de día para dormir de noche”.  No era sólo la pereza, sin embargo, la que mantuvo al escritor de los ojos desolados en la comodidad de su cama los últimos años de su vida. “Tenía disminuida la movilidad de una pierna porque le habían puesto una serie de inyecciones en el mismo lado. Eso influyó. Bueno, eso y también que le encantaba leer en la cama y estar ahí todo el tiempo, es verdad”, dice con media sonrisa Dorothea Muhr, Dolly, viuda del autor de “El Astillero”.

En 2014, veinte años después de la muerte del autor uruguayo, los españoles Claudio Pérez y Raúl Manrique, creadores del Museo del Escritor, se encargaron de seleccionar y estructurar para el público buena parte de los muebles, libros, cartas, manuscritos, primeras ediciones, obras dedicadas, gafas, pasaportes e instantáneas de momentos cotidianos que Onetti tenía en su piso de la Avenida América, en Madrid, donde vivió desde 1976, dos años después de haber estado en la cárcel de Montevideo, a raíz de  haber formado parte del jurado que premió un cuento que no le gustó a la dictadura de José María Bordaberry.

El Premio Cervantes 1980 que recibió en 1980 fraguó la leyenda del hombre permanentemente acostado en la habitación de una octava planta que tenía una ventana con macetas. Ahí, sin levantarse, leía, fumaba, bebía whisky, recibía a amigos y periodistas. Ahí, sin levantarse, escribió sus últimos libros sobre páginas de agendas viejas. Ahí, sin levantarse, provocaba los gruñidos y ladridos de La biche, una perra fox terrier que tuvieron que sacrificar una semana antes de la muerte del escritor, en mayo de 1994. “Porque ya tenía 14 años y se había comido muchos postres que Juan le daba. Pero, no sé, de haber sabido que Juan iba a morir, la habría tenido más tiempo”, agrega Dolly, de 89 años, violinista jubilada, que ahora vive en Buenos Aires con su hermana y 14 gatos y que sigue estudiando composición.

En la cabecera de la cama, pegadas con chinchetas o cinta adhesiva, Onetti también tenía fotos familiares y un retrato de su admirado cantor de tangos Carlos Gardel. En la mesita de noche, un globo terráqueo, un par de ceniceros y varias novelas policiacas. “Le encantaba ese género. Un estante enorme de la biblioteca estaba lleno de esos libros. Decía que Simenón escribía muy bien y le gustaban mucho Chase y Chandler”, enfatiza Dolly. “Yo iba a la cuesta de Moyano y volvía a casa cargada de libros. Porque a Juan le gustaba, sobre todo, leer. Podía pasarse días enteros así. En la cama, por supuesto”.

Si a media madrugada se le ocurría alguna idea para sus novelas, Onetti despertaba a su mujer para que la apuntara en una libreta. Le pedía también que pasara a máquina sus textos escritos con bolígrafos de tinta azul o negra. Y que le hiciera fotos para el pasaporte. Y que le llevara al oculista a su habitación para que le graduara las gafas. Y que en la portada de un ejemplar de El pozo, su primera novela, recortara un círculo donde cupiera la medalla del Premio Cervantes. Y Dolly, su cuarta esposa, lo hacía con gusto. “Porque él era todo para mí, porque yo quería que siempre estuviera contento, feliz. Hasta que murió. Al principio, la vida sin él fue muy difícil. Tuve que ir al psicoanalista durante diez años. Después mi música me ayudó mucho.”

En la exposición también está el comedor de los Onetti, cerca de una pequeña mesa con un teléfono de disco. Su acta de matrimonio, fechada en Veracruz (México). “Porque en la Argentina no había divorcio y era la cuarta vez que Onetti se casaba y quería validar su unión con Dolly de algún modo”, apunta Claudio Pérez. Un amarillento directorio telefónico con los nombres de los primeros amigos y conocidos en Madrid. De las paredes cuelgan fotos de él en casa, solo o con sus hijos, y otras tantas al lado de escritores como Gabriel García Márquez o Juan Rulfo. Sobre su mesa de trabajo hay libros desordenados. Una vitrina contiene todas las primeras ediciones de los cuentos y novelas del autor de El infierno tan temido. En otra están sus premios. Más allá, su globo terráqueo y su máquina de escribir portátil. Y hay, además, una muestra de los libros de misterio que no paraba de leer, de día y de noche, en su cama.

Una anécdota de Eduardo Galeano

 

En “El libro de los abrazos” (1989), Eduardo Galeano contó una anécdota sobre Onetti: “Yo no tenía ni veinte años y andaba jugando a la gallina ciega en las noches del mundo. Quería pintar, y no podía. Quería escribir y no sabía. A veces escribía algún cuento, y a veces se lo llevaba a Juan Carlos Onetti.

El estaba siempre en cama, por pereza, por tristeza, rodeado de pirámides de puchos, tras una muralla de botellas vacías. Yo me sentía en la obligación de emitir frases inteligentísimas. El maestro Onetti miraba al techo y no abría la boca más que para bostezar, fumar y beber, lenta sueñera, pitadas lentas, tragos lentos, y quizá mascullaba algún fruto de sus prolongadas meditaciones sobre la situación nacional e internacional:

-La cosa se jodió -decía- el día que los milicos y las mujeres aprendieron a leer.

Sentado a su orilla, yo esperaba que él me dijera que aquellos cuentitos míos eran indudablemente geniales, pero él callaba y a lo sumo gruñía o me estimulaba así:

-Mirá, pibe. Si Beethoven hubiera nacido en Tacuarembó, hubiera llegado a ser director de la banda del pueblo”.

 

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