jueves 25 de abril de 2024

LOCALES | 6 nov 2018

UN HOMBRE DE CONVICCIONES BIEN CLARAS

A 30 años de la ausencia de Pancho Melatini, un inolvidable intelectual de la calle

Los episodios que enlazaron su vida, con escenarios disímiles y variados personajes, son algo más que un relato de anécdotas. Participan también, a su modo, de la autobiografía y la figura del protagonista, en un tono confesional.


Por: Ismael Canaparo

Hoy se cumplen treinta años de la muerte de Alejandro Melatini, el inolvidable Pancho, un personaje pueblerino cargado de recuerdos, anécdotas y vivencias, que transitó como pocos la geografía juninense. Los niños y los jóvenes de hoy no lo conocieron, pero están sus padres y abuelos capaces de reunir testimonios y contarles quién fue ese “caminante” moderno para su época, que se permitió reflexionar sobre su arte callejero antes que nadie y como pocos lo harían después.

 

La intensidad con la que se vive hoy en día, con muchísimas más ingratitudes que alegrías, hace perder de vista a las diferentes clases sociales que le dieron vida a este Junín que disfrutamos o padecemos, según la óptica con la que se mire. La energía urbana hizo estallar en mil pedazos la individualidad. La identidad moderna es una construcción a los hachazos, donde la ciudad vive melancólicamente la ausencia de los grandes personajes, que alguna vez poblaron su geografía, hoy atada al anonimato.

 

Las universidades alemanas iniciaron, en el siglo pasado, la tradición de un género nuevo, el “Festschrift” (o volumen de homenajes), dedicado en la mayoría de los casos a las figuras pueblerinas, destacando en el personaje elegido sus rasgos  comunitarios, poéticos, sus viñetas, la alegoría familiar, fragmentos de vida y, también, las críticas, si las hubiere. Nadie es perfecto, santifica Serrat.  Por encima de matices, de espontaneas e irreconciliables diferencias, los académicos buscaron una misma e inteligente voluntad: rescatar del anonimato a personalidades de buena voluntad y con llegada, sin estridencias, a la gente.

 

La voluntad de apropiación que uno tiene de aquellos intérpretes genuinos del pasado, de otros cuerpos, de otras personas, de otras metodologías, de otros pensamientos para formar una opinión (nadie nace con ideas propias; forzosamente todos hacemos las nuestras con algún efecto de otras), nos lleva a recordar a Pancho Melatini, un auténtico símbolo de la expresividad local, injustamente relegado por la segmentación y atomización de la gran ciudad. Me parece que la lucha inmediata estará dada en replantear la pérdida de los rastros de aquellos que verdaderamente hicieron grande a Junín, desde los pequeños y humildes extractos mundanos hasta los deportivos, pasando por lo político, en la necesidad de evitar este cruel proceso de deterioro de la memoria colectiva.

 

A pesar de la alteración de los valores, decir que Pancho representó toda una época del ilusionismo  en Junín, con vínculos muy precisos y maravillosos con la niñez, la adolescencia, la juventud y la adultez es decir poco. O casi nada. ¿Melatini fue, acaso, un intelectual, un hippie, un yuppie, un bohemio o un mimo adelantado? Creo que él, ni lo buscó ni lo supo. En sus bolsillos de payaso se apretaban caramelos y globos, debajo del atuendo publicitario de ocasión. En cada esquina, como una obra de Quinquela al paso, dibujó piruetas y coreografías, salpicadas por pinceladas indescifrables, que atravesaron el espacio y se instalaron en el corazón. Sí, él fue un intelectual de la calle, allí donde el tiempo puede ser tan fugaz o eterno como el deseo.

 

Cuando Alejandro Melatini falleció en la tarde del 6 de noviembre de 1988 en la Laguna de Gómez, un pequeño paraíso que había elegido para vivir sus últimos días, miles de juninenses sintieron que la muerte les arrebataba violentamente un pedazo de cada uno. Lloraron, acompañaron masivamente al Papá Noel local y descargaron sus penas con inscripciones que decían, por ejemplo, cosas como: “Las campanillas de Pancho están llorando y nosotros también”. A tres décadas de su muerte, un leve aroma a olvido flota en el aire.

 

Su seriedad, su forma de ser triste, preocupado, taciturno son adjetivos a los que se apelaba cuando recorría las calles, transformado en estridente y bullicioso. Pero sus amigos cuentan que también solía ser muy divertido. Con él, una noche supuestamente aburrida podía transformarse en inolvidable. Tenía mucha gracia para contar, para reírse, para festejar. Sin embargo, sus ocurrencias merecerían una antología, simplemente porque era irresistible hasta cuando expresaba un desacuerdo.

 

Como un hilo que, de forma manifiesta o invisible, enlazara las cambiantes circunstancias que atraviesa el protagonista, surge la figura del abuelo anarquista como fuente impulsora de una búsqueda que será el objetivo más o menos secreto, confesado o revelándose, de esos recorridos trazados por decisiones propias  tanto como por imposiciones de empresas o casas comerciales. Entre ambas emerge el intento de comprender las acciones de los hombres y la celebración de la continuidad de la vida.

 

Fue un hombre de convicciones muy claras, despojado absolutamente de la soberbia en el trato personal y hasta de pronto el desborde de ego que a veces las figuras conocidas no pueden evitar. Poseía una proverbial ironía, pero también solía instaurar rápidamente algo así como un estado de ingenuidad, por medio del cual conseguía el milagro: parecerse a él mismo. Sin máscara y sin falsas posturas. Un genuino personaje mundano. Opinaba sin compromisos ni tapujos, como un hombre verdaderamente independiente y lúcido. Enseñó mucho sin habérselo propuesto jamás. Habría que preguntarse si en sus personajes no existía ya el atisbo de una sociedad distinta.

 

Claro que en la época que le tocó vivir, sembrada más de autoritarismo que de democracia, su confesada y silenciosa vocación socialista fue descalificada en más de una ocasión. Tildado de “izquierdista” por esos grupos minúsculos que nunca faltan a la hora de la irreflexión, él supo contestar con educado silencio, demostrando que es más fácil comprometerse con la coherencia que con las palabras. El tiempo le dio la razón a Pancho. No fueron los “zurdos” los que se robaron los presupuestos, coimearon por obras públicas que nunca se hicieron, se enriquecieron alegremente al compás de la pizza y el champagne, regalaron servicios y empresas supuestamente deficientes y cerraron los espacios de participación social hasta desnaturalizar a la democracia.

 

Y sí, se murió Pancho. El dolor se replegó porque es sabio y conoce que eso no tiene otra respuesta que no sea un inacabable fraseo de lágrimas a dos manos, bien altas. Ahora, a tantos años, uno quisiera plagiar esos días tan felices de la adolescencia, cuando en el horizonte lo veíamos caminar hacia nosotros. El niño, hoy hombre, se aferra a los cuadraditos de los recuerdos y busca, con desesperación, inmortalizar aquella vivencia, que se desploma luminosamente sobre las calles de Junín.

 

Nadie duda que él fue parte de nuestra geografía, bien localista. De nuestros sueños y utopías. Y sería deseable que no todas murieran con él. Melatini tiene, a treinta años de su partida, el raro privilegio de avanzar en el tiempo y de seguir viviendo en el corazón de la gente. Su cara de Papá Noel se quedará colgada permanentemente del extraño, sensual y displicente cielo de los recuerdos, ajenos por completo a las grises resacas de la vida cotidiana.

 

El titiretero ambulante

Cuando Pancho murió pescando en las cercanías de Laplacette, alguien descubrió que tenía los bolsillos repletos de calles apretujadas, campanillas tintineantes, hilitos de magia perfectamente decorados y pedacitos de niñez anhelantes, además de fantasmas y duendes petrificados. La vida no le había dado todo, pero él sí dio todo. Alcanzó a caminar la ciudad, a orejear el mundo y mucho de lo que estaba detrás de las cosas. Amó a los niños, respetó a la gente. Lo expresó en silencio, a pura ráfagas de convicciones. Saliéndose de la vida, Melatini tenía ya más vida que la que iba mostrando por Saénz Peña, Rivadavia, General Paz, Belgrano o en la cancha de Sarmiento.

 

 

 

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