viernes 29 de marzo de 2024

LOCALES | 2 mar 2019

una lectura a contrapelo

Inseguridad: atacar la gangrena general

El crecimiento del delito –el peso que tiene en nuestras vidas– está claro. Lo que no está claro es cómo frenarlo. Pero por estos días, la discusión sigue siendo otra: cómo castigarlo.


Por: Semanario

Debatimos, debatimos y debatimos… códigos, penas, artículos… debatimos. El país de estos últimos años se trenzó por las cifras del castigo: “penal” dejó de ser una infracción ejecutada desde los doce pasos.

Nadie puede negar que uno de los grandes –grandísimos- cambios de la Argentina de las últimas décadas fue el crecimiento de la inseguridad. Si bien hay números -recientes- sobre el aumento de los delitos, no dejan de ser evaluaciones tanteadas que, en muchos casos, son reemplazadas por la ya famosa “sensación de inseguridad”.

La sensación existe y tiene, por desgracia, demasiada base. Hace muchos los ricos argentinos creyeron que podían hacer un país del Tercer Mundo sin los problemas del Tercer Mundo –y así nos está yendo.

El crecimiento del delito –el peso que tiene en nuestras vidas– está claro. Lo que no está claro es cómo frenarlo. Pero por estos días, la discusión sigue siendo otra: cómo castigarlo.

Un sector (¿la oposición?) intenta bajar las penas, sobre todo porque no cree en los beneficios de la cárcel. Y tienen razón: una cárcel argentina es un instrumento de tortura, una escuela del rencor y un seminario de técnicas al uso. Aunque no proponen alternativas alentadoras.

Otro sector (¿el oficialismo?) intenta subir las penas porque tampoco se le ocurre otra cosa. El sentido común -la mayoría- los acompaña. El sentido común es la formación más conservadora: pide lo que conoce, teme lo nuevo, desconfía de lo nuevo, no imagina lo nuevo; por eso es común, el más común de los sentidos.

Debaten, debaten y debaten… códigos, penas, artículos… debaten. Sus argumentos -acalorados- parecen olvidar que las penas no impiden los delitos: que, para disuadir o no a un aspirante, diez años de cárcel son lo mismo que cinco. Que nadie dice ‘no voy a matar a mi suegra porque en lugar de 12 años me van a dar 18 y no quiero comerme seis años más al pedo’; nadie dice ‘voy a salir a robar porque son solo cuatro años’; nadie dice ‘voy a pedirles el 15 por ciento de cometa porque menos de tres años son excarcelables’.

La disuasión, por desgracia, no está en la amenaza de una mayor condena. Si los ladrones potenciales fueran tan razonables como para calcular la relación calidad/precio se dedicarían a otra cosa. No matarían sin razón, por ejemplo, y sus delitos no serían tan notorios ni tan temibles.

La disuasión, por desgracia, en el corto plazo, comienza por el control de los espacios donde pueden cometerse los delitos. Este control, en nuestras sociedades, suele ser policial o parapolicial -y suele ser pretexto para reprimir a quienes reclaman otras cosas.

La disuasión, en el mediano plazo, es más simple: consiste solo en armar una sociedad vivible para todos. Mientras tanto, con una policía que no puede –a veces tampoco quiere– contener robos y hurtos, ni políticas de base que ofrezcan opciones preferibles a salir de arrebato, en una sociedad que no sabe qué hacer para defenderse de los delitos, la cárcel es la forma de cobrárselos: que paguen, que se pudran ahí adentro.

Las cárceles argentinas no sirven para recuperar a un condenado. Sirven -claro que sirven- para mantenerlo inoperante y vengarse de él. Ésas son las dos cosas que se discuten cuando se discute el tiempo de la pena. La querella por la pena es, más que nada, un debate sobre precios: cuánto cuesta matar a mi vecino, cuánto robar mi casa, cuánto vender diez gramos. Es un intento de orden, de clasificación: dos robos de coche a mano armada equivalen a una mujer asesinada, la venta de medio kilo de merca a un tercio de secuestro, y así de seguido.

Es, de últimas, una discusión menor. El Código Penal es puro discurso mientras la justicia no esté preparada para aplicarlo y la policía siga permitiendo, alentando -participando de- muchos delitos. Y eso no parece tener solución en el sistema político presente, más allá de la buena voluntad de la gobernadora Vidal. ¿Entonces qué? Es la discusión decisiva pero, justamente por eso, nadie quiere sostenerla.

Porque, sobre todo, el Código Penal es puro discurso mientras no haya políticas realmente serias para ofrecer a la cantidad de argentinos que toman el delito como opción otras opciones. Educación, certezas, empleos, ambiciones, una identidad que no consista en tener las mejores zapatillas; un futuro.

Decir que tal o cual problema es estructural suele ser el modo de no hacer nada, porque la solución de esos problemas tardaría demasiado tiempo -y el desastre es ahora. Llevamos un par de décadas diciendo que habría que encarar esos problemas estructurales; si hubiéramos empezado entonces, ya habríamos hecho mucho.

Lo que lo impide no es el tiempo que se podría tardar en resolverlo; es que nuestra sociedad está basada en esas exclusiones, en esas diferencias. El delito es uno de los precios que pagamos por vivir en ella.

Entonces, para no hablar de lo que importa, para no atacar la gangrena general, discutimos cuánto vale un ojo, cuánto un diente: cuestiones del mercado.

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