viernes 29 de marzo de 2024

CULTURA | 14 mar 2019

LA MÚSICA LOCAL ESTÁ DE DUELO

Adiós a Alfredo “Tito” Pette, un cantor inolvidable

En Junín se inició en la orquesta Bristol y después se incorporó a la Neo Tango, conducida por Carlos Buono. Brilló con Fulvio Salamanca, como Pablo Cortés, un seudónimo que lo acompañó en su derrotero porteño.


Por: Ismael A. Canaparo

Con su irrupción en 1958, Alfredo “Tito” Pette puso en claro que cantar tango era un oficio serio y exigente. Que la extracción popular y la intuición no bastaban. Había que agregarle voz, talento artístico y comprensión de las letras que escribieran un Le Pera o un García Giménez. Es ese vocalista excepcional el que murió el martes último, a los 79 años, para permanecer entre los fundamentales de la música juninense. Había nacido en nuestra ciudad el 18 de setiembre de 1939.

Ya de chico lo impresionaba el bandoneón y la viola. A los diez años, mientras estudiaba las lecciones de la primaria, escuchaba por radio los discos de Carlos Gardel, sintonizando el programa de Julio Jorge Nelson, con el libro abierto sobre el lomo de su perro. Por esa época, Alfredo Enrique Pette ya tenía decidido ser cantor. Pero amores siempre tuvo dos: además del tango, el fútbol. Y dentro del tango, su corazón: la interpretación vocal. “A mí también me gustaba jugar a la pelota. Iba al Comercial con Taqueta Barrionuevo y el petizo me llevaba a pegarle a la redonda a la que es hoy la Plaza Eusebio Marcilla, donde el Club Junín tenía una cancha con historia”, recordaba “Tito” a sus amigos del Club Alumni, con un brillo de terciopelo en sus ojos marrones, esos mismos que hicieron suspirar a más de una mujer en la época de mayor gloria de este gran “cantor nacional”, como solían definir los presentadores de orquestas típicas a los que de verdad lo eran.

Conocí a “Tito” en un concurso de cantores que organizó el Club Junín, enmarcado en la mayor seriedad, para competir con otro similar pero de estilo totalmente humorístico, llevado adelante por el Club Independiente, en aquella recordada sede social de la avenida San Martín y Paso. Habíamos estado en la pileta hasta tarde con mi amigo Néstor Villores, entrenando junto a otros nadadores, bajo la atenta mirada de un profe de excepción: Edgar Calvo. Desafiando los fastidios y contrariedades de nuestras madres, nos adueñamos de una mesa, bien cerca del lugar donde iban a empezar a desfilar los postulantes a la gloria.

No me gusta describir las bellezas masculinas y confieso que hasta casi me sería imposible hacerlo, por falta de adjetivos y de las puntualidades propias de esas descripciones. Sin embargo, reconozco que Alfredo era dueño de una facha extraordinaria, capaz de enamorar a las mismísimas Marilyn Monroe y Audrey Hepburn juntas, las divas cinematográficas más atrayentes e inquietantes de los ´60. “Tito” no soñaba con la pinta de Carlos Gardel, simplemente porque ya la tenía. Cuando empezó a cantar, recuerdo con nitidez que nos codeamos con Néstor. Es que aquella voz insinuaba un raro privilegio: no se parecía a ninguna otra. Había en ella un color crepuscular y una profundidad extraña e indefinida para entonar y colocar las palabras más simples y las más complejas.

Ese bautismo dio paso a un continuo y espectacular ascenso. Llegó poco después a la orquesta Bristol dirigida por Enrique Fusé y más tarde al conjunto “Neo Tango”, un grupo vanguardista, integrado por una base de excelencia: Carlos Buono y Oscar Velilla, junto a Deogracia Gómez, Eduardo Capponi y Edgardo Gómez. El éxito no le fue esquivo, porque a partir de allí empezó a jugar en primera. Buenos Aires, la Reina del Plata, lo recibió con los brazos abiertos. Y no defraudó a la catedral del tango. Es que él era el tango. Tras peregrinar como solista y realizar distintos aprendizajes vocales, ancló en la gran orquesta típica del momento: Fulvio Salamanca, propietario de un estilo muy particular. Dejó de ser Alfredo Peter para transformarse en Pablo Cortés, vaya a saber porque designios de “imagen”. Pero no le importó, quizá dando razón al proverbio griego: “Canta como tu propio árbol y tendrás toda la tierra”.

Ahora nada es igual a como era entonces, cuando el tango tenía en Junín una expresión genuina, con las visitas de las grandes orquestas, que uno podía escuchar (y bailar) en vivo, después de disfrutarlas por radio. Lógico, han transcurrido más de cincuenta años. No fue el paso del tiempo, sin embargo, el único motivo para los cambios de costumbres, aquí y en el país. En muy corto plazo se quemaron muchas etapas, muchos sueños y demasiadas utopías. Por ejemplo, el fin de la bohemia y la paulatina desaparición de los bares y cafés míticos.

La bohemia, que planteaba poner patas para arriba a la sociedad, con serenatas, fueyes y violas, instaurando el principio del placer nocturno y la amistad como sagrados instrumentos de la ley no escrita de un tango, un vals, una milonga, acabó con el surgimiento de la globalización. Es que esa estatización económica nos obligó a pautar la vida con la regularidad de las cuotas. El ocaso de la bohemia entronca con la aparición en masa de los electrodomésticos: televisores de distintas pulgadas, videos, TV por cable, computadora, fax, módems, zapping, internet, DVD, los teléfonos móviles y la cultura light del no-comer, no-fumar, no-beber, no-salir de noche. ¿Y el bar? Fascinantes fueron los cafés y los bares juninenses, allí donde se tejieron historias y diálogos a media voz, allí donde el tiempo pudo ser tan fugaz o eterno como el deseo de charlar con los amigos. Allí, en el café, con enamorados que se enamoran o dejan de enamorarse, con los intelectuales que sueñan, con los tangueros que todavía discuten a Piazzolla, con los ancianos que viajan sin más pasaporte que la imaginación. En suma, para qué seguir: el cortado como coartada, se enfría…

En todos esos lugares de la bohemia y de la amistad, reinó la calidez de Alfredo Peter. Su figura propició “climas” y “atmósferas”, ideales para la irrupción de un tango espontáneo, que tan bien le salía. Es que Tito apareció en una época en que la música ciudadana estaba siendo muy maltratada por el surgimiento del “Club del Clan”, repleto de voces disonantes y aullidos insoportables (Palito Ortega, Jolly Land, Nicky Jones, Cachita Galán, Lalo Fransen, Johny Tedesco, Leo Dan, Violeta Rivas, Juan Ramón, etc.). En ese contexto, era una verdadera bocanada de aire puro la aparición de alguien cuyo fuerte era la revalorización de cada una de las palabras de la poesía tanguera. Peter sabía rescatar la pasión de una letra. Ponía el corazón en cada una de las canciones, especialmente en “Mala suerte”, de Gorrindo y Lomuto, su tango preferido. Conmovía por la verdad absoluta de su emoción cuando se entregaba a un tema, cualquiera del extenso repertorio que manejaba. Tenía un duende especial en la transmisión de imágenes, dibujaba con su voz, así como su admirado Taqueta tejía sutiles gambetas ante esos grandotes de la “B” que le tiraban patadas a la altura de la garganta.

Es una herida absurda que Alfredo Peter se haya retirado tan joven del tango. Todos estos años, que fueron demasiados, nos hemos privado de escucharlo, quizá en la exquisita madurez de un talento no agotado ni mucho menos. En defensa de un espíritu bien juninense, no sería mala idea organizar un “piquete” de resistencia para obligarlo a volver.

Es también una verdadera pena que no se encuentren grabaciones oficiales o bien domesticas que recuerden a este fantástico trovador tanguero, dueño de un estilo pulcro, emotivo y talentoso. Lamentablemente, los tangos cantados en distintos lugares por “Tito” no fueron registrados, ni artesanal, ni comercial, ni profesionalmente. Hay, apenas, unas pocas cosas para rescatar, un tanto dispersas. Sin embargo, la FM Tango 109.4, de Carlos Giacobini, con mucho esfuerzo logró juntar varias páginas del cantor, que suele pasar muy a menudo por su grilla diaria. Esa escasez es todo un atropello, sin duda, por el valor histórico y documental que ello representaría a las nuevas generaciones de intérpretes. ¿Es posible que alguien tenga esos tesoros escondidos? Si es así, existen potenciales millonarios de ilusiones.

Como quiera que sea, quedaron en el recuerdo interpretaciones memorables, como el tango “Garras”, de José María Contursi, su éxito más aclamado. Entre otros temas de su repertorio, aparecen: “Bailarín compadrito”, “Barrio pobre”, “Belleza”, Cafetín de Buenos Aires”, “El Negro Sebastián”, “Gotas de veneno”, “Hacelo por la vieja”, “La tarde de nuestro adiós”, “La última”, “Malón de ausencia”, “Qué risa”, “Rencor”, “Te llaman malevo”, “Tiempos viejos” y “Vamos, vamos, zaino viejo”.

Evocando a Alfredo Pette, hay tristezas pero no olvido. El lugar más común y a la vez el más contundente símbolo de su paso por el tango, es imaginarlo siguiendo al bandoneón camorrero y serpenteante, en la entonación de una canción apasionada. Y allí estará la presencia de su ausencia: esa estampa viril que lo detiene en imágenes repletas de recuerdos, donde nunca falta el cigarrillo, la paliza de gomina, las charlas de café en el Rex o en Los Mandarines, la loca bohemia de horas perdidas. Una estampa que crecía en el escenario, acompañado tanto por guitarras como por fuelles, con una voz llena de cascabeles, severa y dulce a la vez.

 

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