viernes 19 de abril de 2024

CULTURA | 30 abr 2019

EL SUBURBIO Y EL ARRABAL CONFLUYERON EN SUS L

José González Castillo, un poeta ineludible del tango

Bohemio impenitente. Trotamundos. Tenía la cordialidad y sencillez en los espíritus grandes y selectos. Era amigo de todos los artistas del mundo.


Por: Ismael A. Canaparo

A través de la historia del tango, el afianzamiento de sus letras se asienta sobre un trípode inamovible: Pascual Contursi, Celedonio Flores y José González Castillo. Quizá este último no tan famoso ni nombrado, pero sí un autor ineludible para entender la evolución del género.

Padre del gran Cátulo, González Castillo (nació en Rosario el 25 de enero de 1885  y murió en Buenos Aires el 22 de octubre de 1937) fue un prestigioso dramaturgo, periodista, anarquista, director de teatro, libretista de cine y poeta del tango. Entre el centenar de obras de teatro que escribió se destacan “El Parque”, “La mujer de Ulises Luiggi”, “La serenata”, “Los invertidos”, “La mala reputación”, escrita en colaboración con José Mazzanti, y “Los dientes del perro”,  con Alberto T. Weisbach. Elaboró luego tangos muy difundidos, como “Sobre el pucho” (1922), sobre música de Sebastián Piana, “Silbando” (1923), “Griseta” (1924), “Qué has hecho de mi cariño” (1921) y “Organito de la tarde”.

Fundó la Universidad Popular de Boedo, la segunda universidad popular de la Argentina, donde estudiaron miles de alumnos durante más de veinte años. En su homenaje se le dio su nombre a la esquina SE de San Juan y Boedo.

Más afines al prolífico Alberto Vaccarezza que a Celedonio Flores, otros poetas de esa generación que con mayor o menor influencia del sainete retrataron el porteñismo, fueron el propio José González Castillo, Juan Andrés Caruso y Manuel Romero. González Castillo fue otra personalidad multifacética, como ha quedado subrayado: con desigualdad eficacia cultivó el teatro, el cine y la poética. Con la creación de los tangos mencionados en el párrafo anterior, logró llegar al éxito gracias a una seductora pluralidad de enfoques: el suburbio, el cabaret, el duelo, el amor, el campo, el bandoneón, Montmartre.

Aunque no resulte del todo justo, queda cómodo ubicar la figura de José González Castillo como la del padre de Cátulo Castillo. Más cerca en el tiempo y en base a una fecunda labor como poeta del tango, se da el caso del hijo eclipsando en alguna medida la fama de una trayectoria paterna de, sin embargo, mucha amplitud en el plano de la vida cultural de Buenos Aires y enriquecida con notables hitos.

Osvaldo De Rosa dice en el diario “La Nueva” de Bahía Blanca, que “González Castillo se fue acercando al tango a través de una expresión muy identificada con su clima social: el sainete. Sus primeros escarceos en el tema le permitieron el lanzamiento de títulos como Del fango, puesto en escena por los Podestá; y “Entre bueyes no hay cornada”, elegido por Enrique Muiño para convertirlo en un clásico de la literatura lunfarda.

Siguió luciendo con “El retrato del pibe”, “Luigi” y “la telaraña”. Pero su arribo a la cúspide sainetera se produjo con “Los dientes del perro”, protagonizada por la compañía de Enrique Muiño y Elías Alippi, en la que dio lugar al estreno de “Mi noche triste”, cantado por la tonadillera Manuelita Poli y ejecutada musicalmente en vivo por la orquesta de Roberto Firpo.

Todo un suceso, con gran éxito de taquilla en repetidas representaciones, del que participaban económicamente en apreciable porción, Pascual Contursi y Samuel Castriota -autores del tango- al punto de que los productores de la obra decidieran más adelante reemplazar el tema, para no seguir soportando semejante erogación.

Su avidez cultural lo llevó a fundar la Peña Pachacamac, impulsora de la famosa corriente literaria de Boedo, nutrida por jerarquizadas figuras de la época, incluido su hijo Cátulo.

Fue de allí en más, prolífico autor de letras, determinando su otro gran suceso creativo con los versos de Griseta (música de Enrique Delfino), considerado oficialmente el primer tango romanza, una innovación en el género atribuida a la influencia de la romanza francesa que le acoplara Juan Carlos Cobián, como antecedente de la revolución sin rechazos que luego produciría en el tango, Julio De Caro.

Suyas fueron también las letras de “Silbando” y “Sobre el pucho”, acompañado desde el pentagrama por Sebastián Piana; “Organito de la tarde”, “El aguacero”, “El circo se va” y “Música de calesita”, con música de Cátulo; y “Milonga en rojo” (música de Fugazot y Demare). La temática y el estilo de su versos dejaron huella para seguidores, entre quienes lo honrara la incomparable sensibilidad poética de Homero Manzi”.

A su vez, el recordado periodista Julio Nudler, escribió esta emotiva semblanza: “La letra de tango nació hacia 1914, a partir de las concebidas por Pascual Contursi aquel año y los siguientes (“De vuelta al bulín”, “Ivette”, “Flor de fango”, “Mi noche triste (Lita)”), y fue imponiéndose muy lentamente. Tanto que en el repertorio de Carlos Gardel los tangos constituían, hasta ingresar en la década siguiente, una rareza. Ni siquiera había noción de cómo cantar un tango, canon que fue estableciendo Gardel paulatinamente después de 1922. Ese fue, precisamente, el año en que José González Castillo desembarcó verdaderamente en el género con la letra de “Sobre el pucho”, sobre música de Sebastián Piana, que presentaron al concurso de los cigarrillos Tango.

Acerca de esta obra, José Gobello (“Crónica general del tango”, Editorial Fraterna) afirma que, con ella “irrumpieron en el tango algunas novedades que la tanguística de Homero Manzi convertiría más tarde en verdaderas constantes. Por lo pronto, Pompeya (“Un callejón en Pompeya/y un farolito plateando el fango...”); luego, la descripción del barrio y, enseguida, la enumeración como procedimiento descriptivo”.

Pero en esa letra hay algo más, la metáfora, que surge en el recuerdo que el malevo dedica a su amor perdido “... tu inconstancia loca/me arrebato de tu boca/como pucho que se tira/cuando ya/ni sabor ni aroma da”. Queda claro que González Castillo fue un precursor, y también que cupo a otros letristas posteriores la profundización de esos lineamientos.

Los mismos elementos, pero con mayor vuelo poético, reaparecen al año siguiente, 1923, en “Silbando”. A ellos se añade la acción dramática, que estalla tras la minuciosa descripción de la escena, con su decorado, su iluminación (la luz mortecina de un farol) y sus sonidos (un canto de marineros, el aullido de un perro, el silbar de un reo). Llega sigilosa “la sombra del hombre aquel”, relumbra su facón y corre la sangre en la serena noche del Dock. El González Castillo autor de innumerables sainetes y obras diversas convierte así a su letra de tango en una pequeña pieza teatral.

Otra cumbre de su letrística -la más alta, tal vez- la alcanza en 1924 con “Griseta”, sobre música de Enrique Delfino, uno de los creadores del tango romanza. El cabaret desplaza al barrio como escenografía, y desfilan personajes de varias novelas francesas (Escenas de la vida bohemia, de Henri Murger; Manon Lescaut, de Antoine François Prevost, y La dama de las camelias, de Alejandro Dumas (h). La prostitución, el alcohol y la cocaína sellan el destino fatal de la francesita, que agoniza silenciosamente en la “fría sordidez del arrabal”.

Un hecho único en la historia del tango es el binomio creador que González Castillo conformo con su hijo Cátulo, que en cada caso componía la música, aunque luego trascendería a su vez como letrista, superando incluso a su padre. Juntos concibieron hermosas piezas, como “Aquella cantina de la ribera”, “El circo se va”, “El aguacero (Canción de la Pampa)”, “Invocación al tango” y “Papel picado”, entre otras.

Cátulo colaboró con Piana en las notas de “Silbando”, pero además escribió el célebre “Organito de la tarde”, al que su padre agrego luego esa historia de un viejo organillero de paso tardo y de un hombre rengo marchando detrás, que recorren el arrabal moliendo tangos. Las estrofas finales develarán el suceso fatal que dejó al viejo sin hija y al joven sin amor y sin pierna.

A González Castillo le gustaba que sus tangos contaran dramas humanos no aparentes, ocultos en los repliegues de sus personajes. Es el caso del zapatero violinista de “Acuarelita del arrabal” (música de Cátulo también), que deseaba secretamente a una rubia. Hasta que un día ella entró a su cuchitril, y él, “a pretexto de atarle una hebilla”, pudo palparle la pierna torneada. Y nos cuenta el poeta: “Desde esa tarde su canto parece/con su incansable motivo chillón/la monocorde sonata de un grillo/en el pentragrama de aquel callejón./Y según dicen, pensando en la rubia,/el pobre viejo detrás del portal/como a una pierna temblando acaricia / la caja del tosco violín fraternal”.

En sus elaboradas descripciones, González Castillo siempre mezcla una reflexión, ora filosófica, ora moral o social. En “Aquella cantina de la ribera” retrata así la taberna: “Como el mal, el humo de niebla la viste,/y envuelta en la gama doliente del gris/parece una tela muy rara y muy triste/que hubiera pintado Quinquela Martín”. En “Música de calesita”, evocando su infancia, confiesa su sueño: “Yo quiero como el cansino/caballo del carrusel / dar vueltas a mi destino / al ruido de un cascabel”.

Y es al ruido entrañable de sus tangos que sigue dando vueltas la memoria de José González Castillo”.

Coraje para reivindicar la cultura criolla

En una conferencia que José González Castillo dictó en 1937 (el año de su muerte), denominada “El sainete, medio de expresión teatral argentino”, en pleno apogeo del teatro independiente, tuvo el coraje de hablar del sainete criollo, de su evolución e importancia como género popular, de reivindicarlo como auténtico modo de expresión vernáculo, y concluir que su ocaso se debió, en parte a un agotamiento del género, y entre otros motivos, porque según él, el sainete dejó de representar a la gente, y dejó de ser espejo de una realidad social. En esta conferencia también se refirió a Florencio Sánchez, a su intertexto con Ibsen. Lo hace con tanto respeto y admiración que llama Ia atención cómo él mismo se colocaba a la sombra del autor de Barranca Abajo (1905). Este testimonio, casi un testamento intelectual, sostiene que "sainete es nuestro auténtico medio de expresión teatral, que reflejó un cuarto de siglo de nuestro momento histórico más importante: ci de la transformación de Buenos Aires en gran metrópoli".

 

 

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