jueves 18 de abril de 2024

LOCALES | 22 jun 2019

"parada" sagrada

Hace 50 años desaparecía un emblema juninense: el Bar Rex

La marejada del tiempo apagó ese lugar, pero no a sus duendes que siguen allí alimentando utopías e ilusiones.


Por: Ismael A. Canaparo

El recordado Bar Rex, emblemático reducto juninense, empezó a funcionar el 26 de febrero de 1942, en la misma esquina de Roque Sáenz Peña y Remedios de Escalada, donde estaba instalada la confitería “Ideal”, desde enero de 1937. Luego de una serie de reformas, que demandó pocos meses, el establecimiento pasó a manos de los hermanos Ascaso, reabriendo el 18 de agosto de 1951. Tras un largo período, en el que pasaron por allí diversas orquestas y solistas del tango, los dueños bajaron definitivamente la cortina en mayo de 1969, hace ya cincuenta años.

 

Aunque los carteles y varias subdivisiones digan hoy otra cosa, en Roque Sáenz Peña y R.E. de San Martín funcionó un lugar fundamental para los juninenses de los años 50 y 60: el Bar Rex. Lamentablemente, la “piqueta demoledora” del tiempo hizo que el lugar se perdiera, cayendo un monumento que nos ligaba al pasado. Escenario de tertulias familiares, amistosas y políticas durante varias décadas, con pocos períodos de vida democrática y lugar para diseñar estrategias de luchas en épocas de dictaduras militares, el Rex es añorado por mucha gente, pero más que nada por los grupos de amigos que apuraron allí incontables pocillos de café. Fue también, sin proponérselo, un cenáculo poético, donde se analizaban las grandes obras literarias y se hablaba de libros y revistas. La enternecedora adoración del café permitía eso. Había otros grupos, en su mayoría jóvenes  -y no tan jóvenes- vinculados a la música, al arte, al teatro y al fútbol, sin olvidar a los anónimos, periféricos de la tarde o de la noche, que también ponían el acento en esas tertulias sin tiempo.

 

La hermosa costumbre del café, aún en la pequeñez que eso significa, es un fenómeno cultural. Y más todavía: se trata de un producto que arrastra a prácticas sociales bien diferenciadas de otras, con una dimensión simbólica y específica, dada en la amistad. Desde los albores de la ciudad, Junín se asoció a aquello que en principio fue un patrimonio casi exclusivo del porteño: el espacio acogedor del cafecito (“si sos lo único en la vida que se pareció a mi vieja”), donde se asesina el tiempo y se arregla el país.

 

Hay lugares de Junín en las que todavía se puede rastrear la historia y las entrañables anécdotas que acompañaron el crecimiento sostenido de nuestro pueblo. Recorrerlos, revitalizarlos y recordarlos puede servir para entender la belleza de estos sitios maravillosos, verdaderos paisajes urbanos, tan caros a nuestras añoranzas. A muchos nos gusta dormir con las viejas camisetas agujereadas y caminar con zapatos domados, dentro de un territorio propio, aunque no estrictamente privado.

 

Allí, en el café, todavía se ejerce la socialidad, el reconocimiento, la pertenencia. “Parar” en un café es ejercer un “dominio propio”, aunque en definitiva sea un lugar compartido: la “barra” del café (los “muchachos”, como se continúa diciendo a pesar de la edad, y a pesar de que ahora haya también chicas), es una tribu normalmente cerrada, endogámica, repleta de códigos y reglas de comportamiento, marcadas con fronteras imaginarias pero precisas.                                                                             

                                                                                                                                              

Claro que la bohemia intelectual encontró en los cafés un refugio para sus sueños y sus debates, logrando el espacio que la sociedad les negaba. Cómo no recordar los memorables encuentros de los parroquianos del socialismo vernáculo, en los que sólo se bebía café, porque el “partido nos prohibía tomar bebidas alcohólicas”, recordaba uno de ellos, con enorme fruición. Allí se instalaba también Don Pedro Echevarne y daba rienda suelta a su “demoledor” anecdotario de innumerables batallas. Todas ganadas, eso sí. Parece que el bar estuviese abierto a las miradas curiosas de estas generaciones que pasan volando por Sáenz Peña, casi sin mirarla. Las baldosas y las mesas de madera, con un prolijo mantel que las cruzaba, están allí, al alcance de la mano, listas para que podamos darnos un perfumado baño de recuerdos y nostalgias, mientras que las impertinentes lágrimas claman por brotar...

 

Entre los diversos excesos que singularizan a Buenos Aires, se cuentan los cafés. Por supuesto que cafés existen en todas partes del mundo, especialmente en las ciudades europeas y más especialmente todavía –con características muy similares a las argentinas-  en las latinas como Madrid, Barcelona, Roma y París. Sin embargo, es probable que en ningún sitio del planeta se “mate” (o se gane) tanto tiempo en el café como en Buenos Aires, cuya adoración llega a transformarlo en sucedáneo y metáfora del útero materno, como lo expresa la letra de un célebre tango: “¿Cómo olvidarte en esta queja/ cafetín de Buenos Aires/ si sos lo único en la vida/ que se pareció a mi vieja?”.

 

Para el juninense es un poco patético el espectáculo de dos o más personas sentadas a la mesa de un café y en silencio. Ocurre muy pocas veces, claro. Ya se ha dicho de mil formas, pero la definición siempre resulta agradable: tomar un cafecito con un amigo (o varios) es un espacio que “suelta la lengua”. Es algo parecido a la sustitución transitoria de otras cosas, igualmente  maravillosas, como el mate, el fogón, las guitarreadas, las peñas, el asado, los picados, donde el grupo se reúne para intercambiar alegrías, preocupaciones, bromas, historias, anécdotas.

 

El café también puede ser una franja hacia la soledad, que necesariamente no significa escasez de compañía. Por el contrario, a veces la soledad física nos permite encontrarnos con la lectura, el estudio, el pensamiento. El café se transforma, así, en una biblioteca silenciosa, donde a lo lejos penetran las voces internas y de la calle.

 

El mundo de la expresión también se visualiza desde la mesa de un café, mirando las mesas vecinas y, sin querer, quedar atrapado en conversaciones ajenas. Los enigmas se agolpan cuando vemos un rostro triste, sonriente, preocupado, radiante, eufórico, pensativo, distraído, distante. El solitario del café siempre intenta sentarse junto al vidrio que da a la calle, como un rito inapelable. La ventana del café también es una bella institución.

 

En una comunidad que ha perdido casi totalmente la capacidad de la relación cara a cara y la comunicación oral, ganada por la frialdad de esa cosa impalpable que significa internet, las redes sociales, los celulares, las tablets, el correo electrónico y todas las lindezas (o fealdades) de la web, el café es la oportunidad ideal  -casi la única que queda- para la narrativa social, el pequeño y delimitado territorio donde un pueblo difuso y anónimo se concentra para contarse la vida.

 

El género literario por excelencia del café es la confidencia socializada. Esa infusión negra y cálida, generalmente excitante y hurtadora de sueño, es un alto a la cotidianidad y un hermosísimo refugio para la amistad y el amor a media voz.

 

De chiquilín te miraba de afuera

 

El Rex era la “parada” sagrada de los juninenses. No llegar allí, al menos habitualmente, estar con los amigos, se transformaba en una “alta traición”. Había mesas para todos los gustos, conformadas por grupos de lo más heterogéneos. Estaba la mesa de los intelectuales, donde se escuchaban continuas citas a Trotsky, Hernández Arregui y El Dieciocho Brumario. No faltaba la de la polémica ardorosa, un lugar desde donde se hicieron tantas revoluciones, donde se arregló y desarregló el universo tantas veces. Naturalmente, también allí había lugar para que el espíritu de Freud se enseñoreara durante mucho tiempo. Estaba la mesa de los bohemios empedernidos, que se ponían a hacer planes para los diversos bailongos que Junín cobijaba, casi uno en cada barrio. Estaba la mesa de los incomprendidos y los protestones. Estaba la mesa “pre” y “pos” cine, cuando era todo un clásico sumergirse en el San Carlos, Crystal, Italiano y Guarany, las cuatro salas que no daban abasto para contener el deseo de disfrutar el único entretenimiento masivo. Estaba la mesa del fútbol, generalmente presidida por Abraham Félix Piñeyro, casi siempre con discusiones en torno al clásico Moreno-Sarmiento. La presencia femenina no escaseaba. Por el contrario, las tardes de té, con algo de chic, reunía a mujeres de todas las edades. Hasta con la complicidad y el guiño picaresco de alguna monjita “piola”, las pupilas de la Santa Unión se cruzaban quince minutos a tomar un submarino y de paso comprobar cómo era la vida “aquí afuera”.  A esas niñas se las conocía como “durazno al natural”, simplemente porque siempre estaban “encerradas”.

 

Cuando cerró sus puertas, por obra y gracia de la marejada del tiempo, intelectuales, políticos, artistas, estudiantes, deportistas, gente común y viejos visitantes del mítico café, se entregaron a recordar, como única forma de hacerle frente a la cruda realidad. Y es así como aparecen, casi dibujados, los parroquianos y las chicas de entonces, entre los detalles de la abundancia de madera, los viejos separadores, el diseño tradicional del mostrador, un afiche del Mundial de Chile, las ventanas a la “ruidosa” Sáenz Peña. Al Rex siempre se vuelve, siempre se está volviendo, y después... ¿qué importa del después?

 

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