

Por: Ismael Canaparo
Que el silencio puede convertirse en ruido lo demuestra el peso, a veces insufrible, de una soledad indeseada. Que el ruido puede hacerse silencio lo revela cualquier esquina de cualquier ciudad, convertida en la actualidad en un paseo de autómatas que, cabeza abajo, revisan su dispositivo móvil -léase teléfono inteligente- con afán, como si en cualquier momento pudiera suceder algo y nadie quisiera perdérselo: el último viral, la última noticia, la mejor oferta de viajes, el seguimiento constante del Whatsapp u otras aplicaciones similares, ésas que insisten en que estemos permanentemente conectados. Una vez más, por si pudiera suceder algo. ¿Y el vacío? ¿Y el silencio? ¿Dónde está? Parece ausente porque se está olvidando no sólo cómo se practica sino también los beneficios que aporta probar, de vez en cuando, a estar 15 minutos callado; vivir en uno mismo.
Era de noche, aunque siempre lo es en la oscuridad del alma. No hacía demasiado frío, si bien el clima en Buenos Aires en septiembre puede llegar a ser severo. El día anterior había llovido y las calles aún conservaban la humedad de las gotas a destiempo. Flora Alejandra Pizarnik (29 de abril de 1936, en Avellaneda-25 de setiembre de 1972, en la Capital) llevaba unas horas recostada sobre su cama, fumando un cigarrillo tras otro. De pronto, se levantó, se atusó el pelo, apelmazado por la modorra, apagó la última colilla en el cenicero de su mesilla y caminó, pausadamente, hacia su cuarto de trabajo en el departamento que tenía en Buenos Aires, en el edificio de Montevideo 980. Una vez allí, tomó una tiza y escribió unos versos en el pizarrón que presidía la estancia: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”. Tenía apenas 36 años.
El diario ABC de España, subrayó días pasados que “Todas las carpetas y cuadernos, además de los papeles con anotaciones o poemas, fueron conservados casi en el mismo orden en que ella los dejó. Fue el último rastro de la poeta, y así lo encontraron apenas una semana después. En la madrugada del 25 de septiembre de 1972, Pizarnik ingirió una sobredosis letal de Seconal sódico y falleció. A su auxilio acudió una amiga, que la llevó, ya sin vida, al Hospital Pirovano. La muerte, tantas veces mentada por ella, en su vida y en su obra, fue a su búsqueda en una de sus formas más poéticas: el suicidio. Los amigos que, al día siguiente, la velaron en la sede de la Sociedad Argentina de Escritores se repetían, entre susurros, los unos a los otros: “Fue accidental, fue accidental”. Pero nunca lo es. Como tampoco lo fueron aquellos últimos versos, que Pizarnik escribió a modo de despedida y que hoy ven, por fin, la luz en “Poesía completa” (Lumen), el volumen que esta semana llega a las librerías españolas”.
Elías Pizarnik y su esposa Rejzla Bromiker –más tarde, Rosa– llegaron a Buenos Aires desde Europa Oriental –su pueblo natal era Rovne, hoy en Eslovaquia– en 1934. Es posible que el apellido original de la familia haya sido Pozharnik, y que los funcionarios de migraciones lo hayan consignado erróneamente. En cualquier caso, Alejandra lo pronunciaba acentuando la segunda sílaba, Pizárnik. La pareja se instaló en Avellaneda, allí nació Flora Pizarnik, la futura Alejandra, el 29 de abril de 1936. El padre trabajaba como cuentenik, un oficio tradicional de la comunidad judía: vendía joyas puerta a puerta; a veces ropa blanca y electrodomésticos. Era socialista, tocaba el violín, había sido integrante de una orquesta. La infancia es el lugar al que Alejandra Pizarnik volverá una y otra vez en su poesía, como a un espacio ideal. Sin embargo aseguraba haber sido una niña infeliz. Escribe en su diario, en 1958: “¿He tenido yo una infancia? No, creo que no. No tengo ni un recuerdo bueno de mi niñez... El solo hecho de recordarla me cubre de cenizas la sangre. Sólo algunas angustias, algunos sucesos lamentables, sobre todo lamentablemente sexuales” (Diarios, Lumen, 2003). Se refiere varias veces en esas páginas a una pérdida de la inocencia, a una infancia arruinada. Muchos estudiosos de su obra creen que sufrió un abuso sexual cuando era chica: “Tanto sus Diarios como su prosa poética dejan entrever un abuso sexual sufrido durante la infancia, aunque no revela ningún detalle que esclarezca dicho episodio”, escribe Eve Gil (Abrazar el infinito, suplemento cultural Arena, del diario Excelsior, México, marzo de 2010).
“Alejandra Pizarnik: la última poeta maldita”, tituló ABC, para referirse al nuevo volumen de la notable autora argentina, que contiene nutrido y abundante material inédito, recogiendo su “Poesía completa”, ahora reeditada. En síntesis, dejó como legado una vasta obra, a pesar de su corta vida: un diario de casi mil páginas, un extenso corpus de poemas, muchos escritos y relatos cortos surrealistas, y alguna novela breve. Este es su detalle completo: La tierra más ajena (1955), Un signo en tu sombra (1955), La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958), Árbol de Diana (1962), Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de locura (1968), Nombres y figuras (1969), Poseídos entre lilas (1969, obra de teatro), El infierno musical (1971), La condesa sangrienta (1971), Los pequeños cantos (1971), El deseo de la palabra (1975), Textos de sombra y últimos poemas (1982), Zona prohibida (1982, poemas, muchos de ellos borradores de piezas publicadas en Árbol de Diana, y dibujos), Prosa poética (1987), Poesía completa de 1955-1972 (2000). Prosa completa (2002) y Diarios (2003).
Editada por la poeta y traductora argentina Ana María Becciú, la obra recoge un gran número de poemas inéditos, escritos por la autora argentina en la última etapa de su vida (entre 1962 y 1972) y conservados en su archivo, que custodia la Biblioteca de la Universidad de Princeton. “Este volumen no es definitivo -advierte la antóloga en una nota final-, en un sentido académico; es sólo una compilación, hecha, eso sí, con lealtad a Alejandra Pizarnik, y devoción a su obra, única e irrepetible”. Todas las carpetas y cuadernos, además de los papeles con anotaciones o poemas, fueron conservados casi en el mismo orden en que los dejó su autora y ese orden es el que Becciú ha tratado “escrupulosamente” de respetar.
Cuenta Becciú que “La poeta argentina era muy escrupulosa con sus papeles y ese espíritu queda reflejado, a la perfección, en las notas a pie de página que acompañan a estos “Poemas no recogidos en libros”. Como “En la noche”, que procede de una libreta y cabe datar entre 1969 y 1970, o “Casa de la mente”, que fue encontrado en una hoja suelta de cuaderno manuscrita a lápiz, además de los muchos versos que, en su día, fueron recogidos en publicaciones como “La Nación”, “La estafeta literaria” o los “Papeles de Son Armadans”, de Camilo José Cela. Esta edición viene a subsanar varias erratas de la edición primigenia de Lumen”. La antóloga hace referencia al volumen publicado en 2001, que precedió a la aparición de los “Diarios” (2013) y la “Prosa completa” (2016) de Alejandra Pizarnik. “El proceso fue largo. Trabajamos, en el caso del material inédito, con los manuscritos originales, lo cual implicó cotejar versiones”, asegura.
“Toda la poesía de Pizarnik gira alrededor de dos polos magnéticos: su infancia en Buenos Aires, la ciudad que la vio nacer y que escogió para morir, y su fascinación por la muerte, finalmente también elegida”. Sin embargo, Becciú considera “curioso que se siga insistiendo en la poesía de Pizarnik como una especie de autobiografía o del relato de una mártir, una dolorosa, como la de las estampitas que los curas entregaban después de misa. De hecho, cuando se trata de poetas hombres, los medios se ocupan menos de sus problemáticas personales; no hurgan en sus versos para explicar que escribía así porque era alcohólico, mujeriego, depresivo o fumador. No, no, el poeta hombre es ante todo un gran poeta. Y Alejandra Pizarnik fue una gran poeta, quien, por otra parte, en el trato personal se mataba de risa». Por ello, «su muerte prematura, voluntaria o casual, no debe tomarse como ángulo de visión a la hora de encarar su proceso de escritura”.
Pero, más allá de conjeturas, poéticas y no tanto, ¿qué buscaba Alejandra Pizarnik con esos versos? La respuesta está, quizás, en lo que ella misma contestó a una pregunta similar en 1964: “Una escritura densa hasta lo intolerable, hasta la asfixia, pero hecha nada más que de vínculos sutiles que permiten la coexistencia inocente, sobre un mismo plano, del sujeto y el objeto, así como la supresión de las fronteras habituales que separan a yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos”. No obstante, como advierte Becciú, “cada uno de sus poemas es una verdad” y sin ella “no podríamos vivir”. Escribió sin descanso desde los quince años por “fervor, fidelidad, devoción, seguridad de que allí está la vía de salvación”. De qué había que salvarse, no lo sabía, y acaso por eso escribía. Escribir poesía, ella lo supo muy bien, es una actividad peligrosa, uno se arriesga, arriesga su vida haciendo un poema”, remata Becciú.
Afortunadamente, el archivo de Alejandra Pizarnik, compuesto por diarios, manuscritos, correspondencia, pinturas y otros papeles, es uno de los más consultados por investigadores y académicos de todo el mundo. Según relató Don C. Skemer, responsable de manuscritos de la Biblioteca de la Universidad de Princeton, fue Aurora Bernárdez, viuda de Julio Cortázar, gran amigo de la poeta (Alejandra decía que la Maga de “Rayuela” era ella), quien le entregó, personalmente, los papeles que conservaba en su apartamento de París y le puso en contacto con la familia de Pizarnik hace más de quince años.
GUSTOS, FETICHES Y PANTALONES
El 28 de setiembre de 2012, a cuarenta años de su muerte, Mariana Enríquez escribió en Página/12 lo siguiente: “Amaba el papel, los cuadernos, los lápices. Cuando su amiga Ivonne Bourdelois le envió un cuaderno desde Boston, escribió en su carta de agradecimiento: “¡Qué cuaderno, mi madre, me mandó mi amiguita! Viene a ser el Rolls Royce o el Rolex o la Olympia en materia de cuadernos. Tan perfecto, simple, como salido de chez Hermès, hermoso y serenamente lujoso”. Julio Cortázar, en su poema “Alejandra Pizarnik” recuerda su fetiche: “Amabas, esas cosas nimias/ aboli bibelot d’inanité sonore/ las gomas y los sobres/ una papelería de juguete/ el estuche de lápices/ los cuadernos rayados”.
No le gustaba tomar sol. No quería tener plantas ni flores en sus departamentos: “Aquí adentro, viva, solamente yo”, decía. Le gustaba el blues, Lotte Leyna, Janis Joplin, Bach y Vivaldi. Odiaba los bancos, creía que eran templos del mal y no sabía hacer trámites. Les tenía miedo a los subterráneos, a los trenes y a cualquier forma de transporte público. Gastaba fortunas en taxis. Cuando hablaba mezclaba juegos de palabras, obscenidades, humor judío, humor absurdo. Sus amigos recuerdan mucho más su humor que su desdicha. “Yo lamento que haya trascendido con el halo trágico. Suicidarse se suicida mucha gente: ella era distinta, era una visionaria. Su humor tenía cantidad de matices y hacía cosas preciosas cuando conversaba. Tenía una mirada muy rara, ojos de un color perturbador, violáceo; andrógina, parecía un niño de catorce años, un poco cabezona y chiquita de hombros”, dice Bourdelois.
Arturo Carrera, su amigo desde 1966, recuerda que “le quedaban muy bien las faldas, pero siempre usaba pantaloncitos. Yo le pedía que usara falda porque tenía unas piernas preciosas. Tenía un pulóver grandote para el invierno todo manchado de Coca-Cola porque tomaba directamente de la botella, y se le caía sobre la ropa, era un enfant sauvage. Divertía mucho a sus amigos, aunque les hacía cosas terribles. Una vez, por ejemplo, llamó a las 4 de la madrugada a casa de Enrique Pezzoni –uno de los editores de Sur y Sudamericana, su gran amigo–, atendió la madre y Alejandra le dijo: “Su hijo es puto”.
“No era bonita. Era fea. Creo que eso era parte de su tragedia. Y que por eso era tan graciosa. Pero una mujer con esa gracia no tenía por qué deprimirse por su físico, a menos que se encontrara con idiotas. Y generalmente ocurría eso”, dice Elvira Orphée.
“Alejandra pertenecía a una subcultura juvenil que a partir de mediados de los ’60 empezó a circular por los alrededores del Instituto Di Tella, la base del arte contemporáneo de Buenos Aires –dice Edgardo Cozarinsky–. Fue un renacer. La primera vez en mi vida que yo vi chicos de pelo largo con maquillaje en los ojos fue en los años ’60 en esas calles. Había mucha gente rara que frecuentaba la zona: fue un corte en las costumbres de la ciudad, una irrupción de jóvenes y de excéntricos.”
Un corte que, sin embargo, no se extendía al resto de la ciudad, todavía conservadora y provinciana. “Una vez la acompañé al Jockey Club de Florida y Viamonte –dice Cozarinsky–. No era un lugar demasiado exclusivo. Pero a ella no la dejaron entrar porque llevaba pantalones. Las excentricidades de Alejandra, que después se hicieron tan legendarias, a veces eran cosas así, relacionadas con el contexto de la época, muy represivo y pacato”.