miércoles 17 de septiembre de 2025

OPINIÓN | 3 jul. 2021

aNÉCDOTAS FERROVIARIAS

Escapada reculando


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Por: Juan Ángel Dall’Occhio (*)

Al igual que en el resto del mundo, durante el gobierno del presidente Arturo Frondizzi, se había dispuesto el empleo generalizado de la tracción ferroviaria por medio de locomotoras diésel-eléctricas en detrimento de la tracción a vapor, ampliamente superada en diversos aspectos.

La reducción de personal ferroviario que dicha acción traía aparejada, provocó una activa resistencia gremial, esgrimiendo argumentos carentes de realidad. Frente a ello, el gobierno dispuso el corte a soplete de la totalidad del parque de las locomotoras a vapor.

En aquel momento, el jefe del Taller Junín, don Nicolás Marotta dispuso “esconder” una imponente locomotora Volcán Caprotti, con la intención de conservarla como pieza de museo. Hizo lo propio con un par de calderas que se encontraban en muy buen estado, las que se destinarían como reserva para el mantenimiento de las siete calderas fijas, necesarias para la actividad de Talleres Junín.

Estas calderas permanecieron durante años cerca del “Aserradero”, en inmediaciones de la calle Primera Junta, sitio infrecuentado por el personal.

Con los años, tras ser remplazado el Jefe del Taller, retornaba Nicolás Marotta al servicio.

Entonces, frente a un problema de producción de vapor, decide recurrir a las olvidadas calderas que él había reservado de incógnito. Ponerlas en funcionamiento requería la certificación de un diplomado Inspector Nacional de Calderas, a fin de asegurar las prestaciones sin mediar peligro y para ello fue designado Jorge Sabus, poseedor del título habilitante.

Años más tarde, en ocasión de acogerse a su jubilación luego de 44 años de servicio, Jorge Sabus asistía a mi oficina para despedirse.

Me encontraba frente a un hombre deprimido por la desaparición del vapor, que fuera pasión en su carrera impecable, rebosante de conocimientos. Hombre reposado, de pocas palabras, dibujaba habitualmente una leve sonrisa a flor de labios, muestra de una personalidad ejemplar, digna de ser destacada.

Compartiendo un mate cocido en aquel momento de refrigerio, le pregunté a Jorge cuál había sido su hora más difícil en la empresa y me relató lo siguiente:

Bueno, me dijo sonriendo, mi hora más difícil fue aquí, en el Taller a mediados de enero de este año.  Marotta me llamó un sábado por la mañana para que le inspeccionara las dos calderas que él había escondido, evitando su desguace. Me encontré con ellas, disimuladas entre algunas plantas achaparradas quizá provenientes del viejo vivero que ya no existe.

Como es sabido, los objetos de hierro expuestos al sol en verano, alcanzan temperaturas de hasta 75 °C.

Para inspeccionar el estado de los stay, que unen la caja de fuego con la caldera, es necesario meterse por la boca de alimentación de combustible sólido, que en aquel antiguo modelo era bastante reducida. Si bien soy delgado, no es tarea fácil, de modo que me quité la camperita liviana y la corbata, quedándome solo con una camisa de mangas cortas.

Tras varios intentos, no lograba pasar los hombros por la boca de fuego, mientras sufría pinchazos en la cara. Es que el hogar de la caldera no tenía piso, por lo que los yuyos crecieron como en un invernadero. Fue por ambos inconvenientes que opté por deslizarme, pasando primero las piernas.

Una vez dentro del hogar de la caldera, recuperé aquello que fuera la pasión de mi vida, al verificar las remachaduras, los roblonados de los tubos y de los centenares de stay, buscando cualquier vestigio de sarro que evidenciara alguna falla de estanquidad. Un leve golpe en los stay con mi pequeño martillo, era suficiente para detectar algún posible remachado flojo, simplemente escuchando la vibración alterada del impacto.

Concentrado en la tarea, perdí la noción del tiempo, hasta que la sirena del Taller me hizo saber que debía retirarme. Pero, así como nuestro cuerpo se contrae con el frío, también se dilata por el calor. Al pretender salir por la boca del hogar, no lograba pasar.

¡Me estaba lastimando la piel tras varios intentos infructuosos!  Fue entonces cuando supe de qué se trata padecer un ataque de pánico.

El taller permanecería cerrado hasta el lunes. ¿Cómo soportar allí dentro? ¿Quién podría acercarse a ese lugar? ¡Nadie! ¡Absolutamente nadie!

Perdí el control de la situación hasta que, respirando con la cabeza fuera de la caja, deduje que debía salir del mismo modo en que había entrado.  Para ello debía aguantar el calor hasta la caída del sol. Luego de unas horas bajaría la temperatura del metal, que me laceraba los extensos raspones sufridos en la piel.

Ya avanzada la noche, me puse la camisa para darme protección. Luego procedí a pasar primero las piernas. Apretando los dientes por el dolor, logré finalmente salir.

Me fui de allí tambaleando como un borracho. Eran las 21,30. Me parecía que ahora caminaba dentro de un frigorífico.

Sabe usted don Juan, que cuando se lleva una caldera a máxima presión de prueba, esa bestia se estremece como un demonio a punto de estallar; algo que es imposible. Se puede permanecer al lado de la caldera muy tranquilo, bajo la protección de las válvulas de seguridad.

Ahora bien y respondiendo a su pregunta, fíjese usted que una caldera apagada y ya sobre el final de mi carrera, me llevó a conocer el pánico, mientras yo escapaba de su boca, reculando.

 

(*) Ex Jefe del Departamento de Mecánica - Línea Mitre-San Martín.

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