

Por: OMAR MERAGLIA
Hay valores que han cambiado, otros que se han tergiversado y quedan aquellos que tal vez por conveniencia muchos olvidaron, particularmente la clase o “secta” política, y entonces arribamos a: la autocrítica.
Pareciera que en las últimas décadas asistimos a una de las mayores decepciones políticas en función de los gobernantes que nosotros mismos hemos podido elegir.
No es una cuestión local, provincial o nacional, pareciera que se trata mayoritariamente de una situación global.
Los “líderes”, cada uno en su caso, optan por adueñarse del poder concedido y autoerigirse en ídolos a venerar, dejando de lado todo vestigio de autocrítica.
Y aunque resulte disparatada la comparación, esto les pasa tanto a Donald Trump como a Pablo Petrecca.
Y la pregunta acerca de “en qué nos equivocamos al enarbolar banderas a favor de estos gobernantes”, ni siquiera nos las hacemos porque nosotros a la hora de pensar en política, tampoco tenemos autocrítica.
Porque, por lo general y tal como ocurre con los tiernos pichones, nos tragamos la comida ya pre digerida por “mamá televisión”.
Y nos pasa lo que nos pasa y padecemos lo que nos pasa. Y sufrimos y trasformamos a la Argentina en un país en el que cada diciembre, en lugar del espíritu navideño, aflora un trance violento que nos mantiene en vilo frente a los medios de comunicación que avivan incluso un peligroso fuego que termina por consumir nuestros sueños.
Y sea un Presidente del país, como una Presidente del país, un legislador o un concejal: todos olvidan la autocrítica y se dirigen con paso firme hacia el bronce sin haber pasado siquiera por la responsabilidad (ni siquiera pedimos una demostración de capacidad)
¿Y hasta cuándo?
En su sentido más general, la “autocrítica” es el juicio crítico que una persona hace sobre sus propios actos, consciente de sus capacidades y limitaciones.
Según la ciencia política: “Toda persona sensata evalúa su comportamiento y realiza autocrítica. Sólo los tontos no lo hacen. Ellos carecen de autocrítica. Y en la vida política hay una clase de tontos -tontos solemnes y expansivos- que consideran que “siempre están bien” y que no se plantean siquiera la posibilidad de haber errado”.
Y como si fuera una lectura de nuestra realidad cotidiana, sostiene que “esos tontos autosuficientes causan destrozos y calamidades en la vida pública”.
En busca de una definición positiva encontramos que: “El político, mientras más inteligente y sensible -y no es fácil pedir sensibilidad a los políticos-, tanto más se vuelca sobre sí mismo y más exigente se torna en el juzgamiento de sus actos y posiciones. Acepta sus errores, indaga las causas que los generaron, busca los medios para corregirlos y toma las acciones preventivas para no repetirlos”.
Este debería ser un proceso normal en el interior de las organizaciones políticas para desintoxicarlas con el autoanálisis ¿Pero dónde lo encontramos?
En los ámbitos partidistas del fascismo, nazismo y falangismo las cosas fueron diferentes. No hubo la menor autocrítica para sus crímenes.
Algo parecido ocurrió en el comunismo, a pesar de que Stalin afirmó, en “Principios de Leninismo”, que la autocrítica, como método de trabajo, posee virtudes pedagógicas y que “sólo así pueden formarse verdaderos cuadros y verdaderos dirigentes del Partido”, y que Mao Tse-Tung sostuvo que los comunistas tienen en sus manos “el arma marxista-leninista de la crítica y de la autocrítica” y que el reconocer públicamente los propios errores “es un rasgo fundamental que nos distingue (decía) de los demás partidos: la práctica consciente de la autocrítica”.
Este diciembre hemos asistido, con más o menos heridos, más o menos gases, más o menos policías y tirapiedras y saqueadores, a una vuelta de la violencia en las calles tal y como venimos asistiendo desde 2001.
Y después de 16 años el reclamo de que “se vayan todos” se relaciona íntimamente con esta falta de autocrítica política por la cual no sólo no se fueron sino que están allí y siguen haciendo lo mismo que generara y genera las manifestaciones contrarias a esas políticas.
Y si bien el poder lo tiene la secta política, la cual sin dudas nos lo “secuestra” a través de diversas argucias, aunque se hable de democracia y participación. Lo cierto es que en nuestro origen seguimos reclamándole a los mismos insensibles y nulos de autocrítica se llamen Menem o Miguel, Kirchner o Meoni, Macri o Petrecca. Y no hay cambios porque no hay autocrítica.
Y pataleamos, y marchamos y gritamos y carajeamos. Y nos mienten y nos invisibilizan y nos pegan y nos ahogan y nos matan.
Y alguien nos tira con una Biblia y leemos que “cuando Dios le preguntó a Adán y Eva sobre su pecado ellos apuntaron el dedo hacia otro”.
Será que culpar en primer lugar a otros para así defendernos parece ser propio de la naturaleza humana.
Y como si fuera poco nos cuentan que Jesús dice: “…Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo, hipócrita.”
Y otra vez nos decepcionamos.
Y aquella navidad soñada; con luces multicolores, magia, deseos, esperanza y porque no algún regalito, termina convirtiéndose en un día cualquiera brindando con sidra tibia y sin gas.
Y ni siquiera nos animamos a una autocrítica del pesimismo y seguimos deseando a quien nos pase cerca: ¡Felices Fiestas!