

Por: Semanario
El intendente Pablo Petrecca finalmente salió en defensa de un sector que se sintió avasallado y desde las redes sociales sostuvo que a pesar del fallo judicial en contra, Junín seguirá con la prohibición de la pirotecnia.
Decenas de amantes de las mascotas avalaron con entusiasmo el coraje del jefe comunal, amiguero de las nobles causas, particularmente las que conllevan rédito mediático.
Sin quererlo, el administrador local logró simbolizar aquella frase que seguramente no vivió debido a su juventud, cuando el gobierno de facto que arrasó la Argentina de la década del ’70, proponía a los ciudadanos “El silencio es Salud”, presentándolo como lema publicitario pero advirtiendo de que era preferible no hablar de lo que se veía.
Por estos días, sin embargo, el silencio tiene dos miradas: por un lado, el que elige el intendente respecto a los juninenses responde a una complicidad manifiesta para con sus padrinos políticos en perjuicio de sus vecinos; por el otro, sectores estafados donde algunos de sus integrantes aún no se animan a darse cuenta del singular engaño.
Tal vez cuidando su pobre oratoria, Petrecca no ha sido más que una foto silenciosa durante tres años, vaciando de contenido la política tal como le ordenaron sus superiores a partir de una pensada estrategia que nos ha llevado a este calamitoso estado de cosas.
El silencio ha sido lo menos saludable para un Junín que, recién ahora, parece desperezarse a partir de los trabajadores, de una siesta pueblerina durante la cual los responsables del Estado se llevaron promesas de campaña, puestos de trabajo, derechos adquiridos, dineros aportados, comercios esperanzados, industrias resilientes, pero dejando los mismos estragos causados por los anteriores y con el agotamiento lógico de haber perdido el tiempo.
De qué manera la democracia como sistema político nos ampara de un montón de coquetos candidatos que cuando llegan al poder lo utilizan para sus amigos y no para la gente.
Cómo entender que esta representatividad política que decimos tener en los parlamentos y concejos termine avalando prácticas que perjudican a la gente y que no sólo se trata de los “nadies” que siempre fueron excluidos, sino que se agregan “nadies” que paradójicamente eligieron a sus verdugos.
Se hace difícil soportar este silencio que intenta acallar los gemidos del dolor de quienes no pueden comprar un medicamento, del llanto de quien se quedó sin trabajo, de la impotencia que genera la inseguridad, del ruido del estómago de los que tienen hambre.
“No hagan ruido” parecen implorarnos cínicamente desde las oficinas con aire acondicionado, mientras degustan un “desayuno de trabajo” pródigo de café y medialunas para terminar en más promesas y más fotos, con el cartelito de “estamos trabajando”, pero sin aportar ideas y menos soluciones.
Un silencio que lastima al ver dirigentes políticos desalmados que se esconden cuando se pide justicia, que se enferman cuando se reclama trabajo, que se escapan cuando se le piden soluciones y que, “trémulos de pavor”, como decía el poema de Almafuerte, evitan al pueblo, que saben, han esquilmado en su fe y en su esperanza.
Son justamente los sordos de la sociedad, los que piden silencio.
Todos ellos a la espera de que no se cuele por allí alguna pirotecnia verbal que los muestre tal como son, interesados en su propio bienestar y aplaudidos por su propia casta.