viernes 13 de junio de 2025

NACIONALES | 11 jun. 2025

OPINION

Un grito colectivo

Hay que conseguir desarmar las desigualdades de género con políticas públicas. No con humo. Desigualdades que son el caldo de cultivo que favorece que algunos varones consideren a su pareja o expareja o a una chica que sale de un boliche como parte de sus posesiones. Garantizar una vida digna, sin violencias, deseante, para todas, es responsabilidad del Estado. Ni capricho, ni ideología, ni privilegio. Libertad.


Por: Por Mariana Carbajal

Fue un miércoles a la tarde. La recuerdo como una tarde gris. La convocatoria al Congreso rodaba hacía semanas por noticieros, radios, portales informativos, diarios de papel, redes sociales. De boca en boca. Periodistas feministas explicábamos la importancia de salir a las calles. Ningún famoso o famosa –de los más variados espacios, desde el deporte, la farándula hasta la política– quería quedar sin su foto con el cartel llamando a marchar. Una sucesión de femicidios con alto impacto en los medios fue germen de un grito de hartazgo que terminó de estallar con el femicidio de la adolescente Chiara Paez: hacía días que, en Rufino, Santa Fe, la buscaban cuando la encontraron muerta en el patio trasero de la casa de los abuelos de su novio, de 16 años. La había asesinado a golpes y la había enterrado ahí, con la complicidad de su familia.

Chiara tenía apenas 14 años y estaba embarazada de dos meses. La voz que prendió la mecha fue la de la colega Marcela Ojeda: a través de un tuit exhortó a las mujeres a movilizarse contra los femicidios. Como antesala, hubo una maratón de lecturas en la plaza detrás del Museo de la Lengua, donde se usó por primera vez la consigna Ni Una Menos. Esa frase se convertiría poco después en un movimiento, que empujaría a oleadas de adolescentes a levantar banderas feministas, que abriría cabezas y pondría en debate temas que hasta entonces costaba nombrar, como el aborto.

El 3 de junio se cumplieron diez años de aquella histórica y multitudinaria concentración que sacudió al país y puso en primer plano un flagelo que no era nuevo, pero que estaba naturalizado. Y permitió que pudiera tomar conciencia de su gravedad gente común –que seguro conocía a alguna mujer que había sufrido violencia por parte de su pareja o de algún otro varón conocido de su entorno–, pero que muchas veces la justificaba o prefería mirar para otro lado. Muchas mujeres, incluso, se dieron cuenta de que ellas mismas las habían vivido. Y ya no se pudieron callar. Muchos varones también se reconocieron en ese lugar incómodo de haberlas ejercido y se animaron a pensarse y cambiar.

Desde los feminismos hacía años que veníamos reclamando políticas públicas y respuestas efectivas y oportunas del Estado para prevenir, sancionar y erradicar las violencias machistas. Ese grito colectivo –que se escuchó al unísono en las principales ciudades del país y luego se hermanó con voces latinoamericanas y más allá también– generó una visibilización de la problemática como nunca antes se había logrado. Ese 3J fue un parteaguas. No solo el problema de la violencia de género pasó de los márgenes a la centralidad en la agenda política, sino que permitió correr el velo para poder mostrar sus causas más profundas: la desigualdad histórica de mujeres y diversidades en la sociedad, en los ámbitos judiciales, educativos, académicos, de los medios de comunicación, del deporte, sindicales, políticos, entre otros. Como si un gran faro las iluminara, fueron quedando a la vista las violencias machistas más sutiles y también las más flagrantes, profundas y arraigadas, pero hasta entonces naturalizadas y silenciadas. Pero también otras conductas inapropiadas –casi costumbres argentinas– como el acoso callejero, o la violencia económica: aquella que se manifiesta en una pobreza que pega más sobre los cuerpos feminizados, que se expresa en la brecha salarial de género –que ronda en un 27%– y también en el hecho de que casi 7 de cada diez mujeres que encabezan hogares monomarentales no reciben cuota alimentaria del padre de sus hijos.

Pero seguimos contando femicidios. Entre 2015 y 2024 hubo al menos 2.617 víctimas letales de la violencia de género, según el Registro Nacional de Femicidios de la Corte Suprema de Justicia. En estos diez años, las cifras no han bajado significativamente: siguen más o menos estables, aunque el Gobierno libertario pretenda arrogarse estúpidamente un descenso que no es tendencia y que solo refleja vaivenes de una frecuencia que oscila entre un femicidio cada 30, 35 o 39 horas. No son números para celebrar. Y mucho menos en un contexto de vaciamiento y destrucción de las mínimas políticas que buscaban dar respuestas integrales a un problema que es complejo y que obviamente no se resuelve con el latiguillo de «quien las hace las paga», como repite de forma lastimosa la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Porque –ministra, harta aclararlo– así se llega tarde. No es un problema de seguridad. Harta también aclarar que no se trata de un homicidio más: en el 60% de los casos es la pareja o la expareja quien lo perpetra, mientras que esto es así en el 2% de asesinatos de varones.

Lo que hay que conseguir es desarmar las desigualdades de género con políticas públicas. No con humo. Desigualdades que son el caldo de cultivo que favorece que algunos varones consideren a su pareja o expareja o a una chica que sale de un boliche como parte de sus posesiones. Garantizar una vida digna, sin violencias, deseante, para todas, es responsabilidad del Estado. Ni capricho, ni ideología, ni privilegio. Libertad.

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