Por: Redacción Semanario de Junín
En las paradas de Sáenz Peña o en la terminal de ómnibus, los pasajeros hacen cuentas antes de subir al colectivo y evalúan el clima, el tiempo y el cansancio para analizar si caminan o no algunas cuadras. El boleto cuesta 1.200 pesos. Un salario mínimo ronda poco más de 500 mil. Los 60.000 pesos mensuales, si se trata nada más que dos viajes diarios, superan el 10% del salario. Alcanza para la cuota mensual de una moto, pero el municipio terminó emprendiendo una virtual caza de brujas contra los que usan motociclos con el fin de sacarse responsabilidades de encima, como siempre.
En Buenos Aires, en cambio, el mismo trayecto cuesta poco más del 20% de los que pagamos en Junín: 270 pesos. No es una diferencia de kilómetros, sino de prioridades políticas.
El intendente Petrecca celebra el transporte público, pero viaja sin costo en los autos oficiales. Tampoco se ha mostrado tan beligerante contra los estados provincial y nacional en el reclamo por este tipo de injusticias hacia el interior.
Desde el municipio advierten que el sistema de transporte urbano en Junín “está al borde del colapso”. Las empresas locales, entre ellas La Verde y El Libertador, ya redujeron frecuencias y evalúan reconfigurar recorridos. Los subsidios que deberían compensar la diferencia entre tarifas y costos reales llegan tarde o, directamente, no llegan.
El Fondo Compensador del Interior —creado para equilibrar el reparto de recursos nacionales— se transformó en una paradoja: cada año reparte menos dinero entre más localidades. Hoy, el AMBA concentra el 85% de los subsidios nacionales al transporte, mientras el resto del país, que mueve la economía productiva, se reparte las migajas.
Ciudades medianas del interior bonaerense, como Pergamino, Chivilcoy o Tandil, enfrentan la misma ecuación: menos subsidios, menos servicios, más descontento.
Y en el medio, la gente. Jubilados que ya no pueden pagar el pasaje diario al centro de salud, estudiantes que optan por la bicicleta, trabajadores que caminan cuadras interminables para ahorrar lo que antes era apenas un vuelto. La movilidad, que debería ser un derecho, se volvió un lujo.
Un país donde un trabajador del interior paga cinco veces más por moverse que uno del AMBA no puede hablar de igualdad ni de federalismo
PURAS EXCUSAS
El gobierno nacional justifica la asimetría con un argumento contable: en el AMBA se concentra la mayor cantidad de usuarios, por lo que los subsidios serían “más eficientes”.
Pero la eficiencia fiscal no siempre se traduce en justicia territorial. En la práctica, la política de subsidios reproduce el centralismo porteño: se garantiza la accesibilidad en la capital y se desfinancia al interior, condenándolo a una movilidad precaria y desigual.
Junín, que durante décadas fue referencia regional en materia de transporte, hoy apenas sostiene recorridos mínimos con unidades viejas y choferes que trabajan en condiciones cada vez más ajustadas. “Ya no se trata de ganar plata, sino de no fundirse”, reconocen en voz baja desde el sector empresario.
La paradoja es que los municipios deben destinar recursos propios para cubrir lo que la Nación retira. En la práctica, los contribuyentes locales terminan subsidiando con sus impuestos un servicio que debería garantizar el Estado federal.
“Si el municipio pone plata, ya no es subsidio nacional: es un salvavidas local”, explica un dirigente político que se creyó que en cuatro años el servicio de transporte público quedaría a cargo de la empresa y sin embargo pasado más de seis lo sigue pagando todo Junín.

Pero el salvavidas no alcanza. Según cálculos del propio Ejecutivo municipal, la ayuda económica local apenas cubre el 15% del déficit mensual de las empresas. El resto se traduce en boletos más caros y recorridos más cortos.
En el fondo, lo que está en juego no es un número en el boleto, sino la geografía del poder. La decisión de sostener el transporte metropolitano y ajustar al interior es política, no técnica. El voto urbano pesa más que el voto rural, y las decisiones de subsidio siguen ese mapa electoral.
Mientras tanto, los intendentes del interior, incluso los del propio oficialismo, se ven obligados a reclamar lo obvio: que los recursos públicos se distribuyan con criterios de equidad. Pero en Buenos Aires la respuesta es siempre la misma: “no hay plata”.
La contradicción es evidente. En el AMBA, el boleto se mantiene congelado desde hace meses; en Junín, subió más del 200% en lo que va del año.
El mensaje implícito es claro: viajar barato es un privilegio que depende del código postal
El intendente Petrecca celebra el transporte público, pero viaja sin costo en los autos oficiales
PERDIDA SOCIAL
El transporte público no es solo un servicio: es una forma de cohesión social. Cuando un barrio deja de tener recorridos, se desconecta de la ciudad; cuando una persona deja de poder pagar el boleto, pierde oportunidades laborales y educativas.
La desigualdad en la movilidad es también una desigualdad en el acceso a derechos.
En el barrio San Jorge, los colectivos pasan con tanta irregularidad que muchos vecinos ya no los esperan. “Tardo menos caminando que esperando”, dice una madre que lleva a su hija a la escuela. El transporte dejó de ser cotidiano para convertirse en eventual.
El efecto social se agrava: los sectores más vulnerables son los que más dependen del transporte público. Cuando este se encarece, no se reduce la movilidad del conjunto, sino la movilidad de los que menos tienen. Es una forma silenciosa de exclusión.
El debate por los subsidios al transporte vuelve, una y otra vez, a exponer la falla estructural del federalismo argentino y eso se engrandece frente a un gobierno al que no le importan los sectores más desprotegidos.
Las provincias generan riqueza, pero los recursos se concentran en el centro político y económico del país. La distancia entre la pampa productiva y el Obelisco se mide en kilómetros, pero también en decisiones.
En Junín, la foto es clara: colectivos cada vez más viejos, recorridos recortados, pasajeros resignados. Lo que se debiera discutir como política pública nacional termina resolviéndose en reuniones municipales improvisadas, donde los funcionarios buscan parches para un sistema que ya no da más.
En Junín, la foto es clara: colectivos cada vez más viejos, recorridos recortados, pasajeros resignados
La movilidad es una variable de ciudadanía. Si el Estado no garantiza que una persona pueda trasladarse a trabajar, estudiar o atender su salud, está renunciando a una de sus funciones esenciales.
El boleto es apenas un número, pero detrás de ese número se esconde el mapa político de la Argentina, revelando las injusticias que terminan cayendo en saco roto por el fortalecimiento del individualismo en una sociedad claramente rota.
Un país donde un trabajador del interior paga cinco veces más por moverse que uno del AMBA no puede hablar de igualdad ni de federalismo.
El problema no es la distancia entre Junín y Buenos Aires, sino la distancia entre el discurso y la realidad.
Mientras en la capital los subsidios aseguran el confort urbano, el interior sigue pedaleando —literalmente— para sostener su vida cotidiana.
Y así, cada colectivo que no pasa termina siendo una metáfora de la política nacional: un servicio que prometió movernos a todos, pero que hace tiempo dejó a la mitad del país esperando en la parada.