Por: Ismael A. Canaparo
El ametrallamiento de los hechos cotidianos y las imágenes de secuestros, corrupciones y tiempo electoral que interesa solamente a los políticos, entre repulsivos y desopilantes, disimula astutamente en su velocidad la calidad de los recuerdos. Sin embargo, a veces los aniversarios nos hacen poner los pies sobre la tierra, con la capacidad de un prestidigitador agudo, para ir completando el hermoso baño de agua tibia que significa la elaboración de escenas, anécdotas y pasajes, sin que ese sueño se derrumbe bajo el peso del cúmulo de ingratitudes actuales, como la desocupación, la deuda externa, el hambre y la insolidaridad de los funcionarios de turno, legisladores que legislan para sus bolsillos, nunca para los bolsillos de aquellos que dicen defender y todos los etcéteras imaginables.
Los años que no son “redondos” tienen también “ese qué sé yo, ¿viste?” tan especial. Si bien cuando uno ama a alguien o a algo no necesariamente debe estar a la espera de cifras claves para hacérselo saber, es inevitable que la costumbre conduzca a ello. Los cosquilleos del corazón no saben de fechas, sí de sentimientos. Hoy se cumplen 48 años de un hecho histórico para la vida de Sarmiento: la conquista del primer título profesional. ¿Quién dijo que de esos años de plomo y muerte en la Argentina no hay nada para festejar?
Según mi humilde entender, el del ´77 fue el equipo más completo, fantástico, armonioso, increíble y mejor dotado que tuvo Sarmiento en toda su historia, incluyendo a los del 63 y 80, igualmente importantes. Claro que las comparaciones son odiosas, muy discutibles y el que arriesga un juicio de valor se expone a opiniones diferentes. La elección se basa apenas en el análisis de la “química futbolística” del elenco que dirigió Héctor Silva y no teniendo en cuenta las repercusiones de otro suceso mayúsculo, muchísimo más trascendente, puesto que, en tal caso, ¿quién dudaría en señalar con el dedo a la formación de Juan Carlos Montes, ganadora del ascenso a Primera, como el equipo de todos los tiempos?

Sin manejar la confrontación de categorías y adversarios, imposibles de medir, es indudable que ese fue un equipo inmaculado, mortífero, dotado de jugadores con una estética especial: Omar Atondo, Miguel Angel Alvarez, Jorge Benítez, Luciano Polo, Oscar Melillo, Rodolfo Pezzatti, Aldo González, Hugo Cortés, Guillermo Ocampo y otros también gravitantes, a su manera. La abundante dialéctica comercializante del fútbol como industria del espectáculo que generan tantas páginas y tantos programas televisivos de dudosa seriedad, se ha olvidado de mostrar este singular ejemplo de belleza y autenticidad. Claro, ¿vendería? Los estímulos y las vibraciones del corazón no se compran. El del ´77 resultó el ideal de cualquier hincha del tablón, cada vez más resignado a los pelotazos, a las fricciones, a los jugadores igualadores para abajo: tenía talento, tenía sorpresa, tenía gol, tenía picardía, tenía sueños, tenía sabiduría y tenía... ¡al “Patón” Atondo!
Ah, cómo olvidar a Atondo, si siempre está llegando a fuerza de ingenio y destreza, con ese acento picaresco en la creación dictada por la espontaneidad, que convivió con el libertinaje callejero. El “grandote”, nacido en La Loba, transmitía ideas (en fútbol, es imposible trasladar recursos), con la velocidad de un rayo, escondida en la travesura de su aparente “lentitud”. Atondo hizo de la pelota un instrumento dócil y la reflejó por toda la cancha, con la magia de un empirismo imposible de ser académicamente explicado. Sin duda, sus repentizaciones imprevisibles lideraron este equipo sin rótulos, sin adjetivos, pero repleto de belleza y autenticidad.
De entrada nomás, el grupo inició un romance con la gente, que iba a prolongarse hasta el final de la campaña. Sucedió de una manera impensada, ya que Sarmiento venía de caer nuevamente en la “C”, luego de un año atroz y olvidable (1976), después de muchas temporadas de lucha y sacrificios para regresar a Primera “B”. Lo cierto que la antorcha de la alegría se encendió a medida que “Francho” Benito y el uruguayo Silva fueron armando el plantel, poco a poco, con más ingratitudes que alegrías. A tal grado llegó el entusiasmo de los aficionados, que en los entrenamientos previos al campeonato eran seguidos, diariamente, por centenares de personas, que se acomodaban en las tribunas para mirar los trabajos físicos y tácticos, en general de un “aburrimiento” total para los no-protagonistas. Y cuando el equipo hacía fútbol, parecía que la cancha cobijaba un partido oficial. En rigor, fue un misterio que no volvió a repetirse. En la actualidad, los técnicos juegan al “secreto” y pocas veces el periodismo puede acercarse a los entretelones de las prácticas y menos que menos, los hinchas. Si ese fuese el acertijo, los equipos en general jugarían mejor, pero no. Sucede al revés.

Cuando uno escuchaba los argumentos de algunos dirigentes anteriores que subrayaban que “ya no íbamos a poder jugar, ni siquiera viajar”, no dejaba de sorprenderse ante tal grado de reconocimiento tácito de su propia ineptitud, falta de inventiva e inteligencia deportiva. Sarmiento nunca “pudo”, desde el 52 a estos días. Con solo repasar los archivos de los diarios, tomando al azar los años 50, 60, 70, 80 y 90, van a encontrarse con comunicados o llamados a los socios, siempre con el mismo sofisma: “a raíz de la crisis económica, solicitamos...”. Es decir que para Sarmiento los “malos momentos” fueron permanentes. Pese a eso, a nadie se le ocurrió ceder lo que representa la esencia del club y la posibilidad de generar divisas: el fútbol. En los primeros meses de 1977, José Luis de Miguel era el titular de la entidad. Por entonces, tampoco el camino estaba adornado de rosas y jazmines y los problemas económicos agobiaban a la cúpula verde, que completaban Carlos Martignoni, Jorge Pomposiello, Orlando Morente, Gastón Ghiglione, Mario Taró y Juan Bonet, entre otros. ¿Qué hizo entonces de Miguel? Pues bien: aprovechó para movilizar el cambio del estatuto social e impulsar, al mismo tiempo, el ingreso al club de otro grupo, de distinta filosofía, pero con garantía de probada raíces sarmientistas. Así de simple. Entre las obligaciones irreemplazables de una institución se encuentra la imprescindible necesidad de formar a sus propios dirigentes, de manera que tengan continuidad en el tiempo. La improvisación y la mediocridad, ya se sabe, tiene una existencia efímera.
En momentos como éste, de profunda meditación, sería razonable no olvidar que ese “primer campeonato” de Sarmiento contó con otras dos figuras de notable concepción futbolística, con características diferentes: Miguelito Alvarez y el “Coco” Benítez. Alvarez, que había producido una singular explosión una temporada antes, ayudado por sus “atorrantes” 17 años, era la viva imagen del potrero. Tenía el fútbol como instinto y ejercía una seducción especial en los hinchas, ya que si bien su juego contaba con un sentido bello y creativo, llegaba al gol de una manera letal. La gambeta (corta o larga), el freno y el arranque endiablado significaban su arma más poderosa. Dentro de su “desfachatez”, demostró que “sabía” con la pelota... jugando y no hablando. Miguel perteneció a una raza en extinción: la de aquellos que nacen con el híbrido don del fútbol dentro de su alma. ¿El “Coco” Benítez? ¡qué pedazo de jugador, por Dios! Fue, quizá, el más criterioso del grupo. Simplificaba al extremo sus movimientos, haciendo sencillo lo que parecía complicado. Sus rasgos fueron simples, pero penetrantes: solía tener la pelota poco tiempo, pero la tocaba muchas veces para que sus compañeros la recibieran con beneficio de tiempo, lugar y distancia, sorprendiendo al adversario. Además, contaba con una enorme variedad de ideas y recursos.
De cara a un tiempo dominado por el neoliberalismo, el imaginario hincha de Sarmiento dice que “no se trata de privatizar ni gerenciar la pelota”, de lo que se trata es de “repatriar” la pureza de los sentimientos y de los recuerdos, sin olvidar los recursos, esos mismos que adornaron decenas de títulos amateurs y profesionales, sin necesidad de acudir a la “banca extranjera”.