viernes 26 de abril de 2024

OPINIÓN | 30 sep 2017

NUEVA CARCEL EN JUNIN

Un debate entre rejas

¿Qué hacemos con la cárcel? Si la eliminación de las prisiones no es siquiera una opción (porque la opción es más cárceles), ¿cómo se la depura, cómo se la vuelve un espacio de creación de ciudadanía responsable?


Por: Redacción Semanario

El mes de la primavera arrancó con más frío del esperado. El proyecto –presupuestado- de construcción de una cárcel federal en Junín fue un baldazo de agua helada. En cuestión de pocos días las redes sociales evidenciaron, con su posibilidad de difusión exponencial, el descontento. Decir usuario de Facebook y vecino, a esta altura, es prácticamente lo mismo. Por tanto, ese caldo de caliente malestar que se servía en las redes tenía un fuerte anclaje también en el mundo material. Porque el asunto ganó la calle y se instaló rápido en la agenda de las preocupaciones locales. Y se metió de lleno en la campaña electoral.

Rápido de reflejos, y usando la misma terminología que en mayo pasado, cuando se divulgó a través de los medios la intención del gobierno nacional de anclar otra prisión en territorio juninense, Pablo Petrecca aseguró –y tranquilizó- a los vecinos: “mientras yo sea Intendente no se instalará ninguna otra cárcel en Junín”, aclaró. Y justificó la publicación de la obra en el Presupuesto 2018: “La aparición de Junín en una parte del presupuesto se debe a que al momento de cargar la partida no se cambió el nombre del lugar del complejo penitenciario, pero en otra parte del mismo, queda claro que no será Junín”.

Claro que en el gobierno del ensayo/error tomar cómo válidas las palabras del jefe comunal sería peligroso. El proyecto existe y nuestra ciudad está en la mira del sistema penitenciario nacional como lugar de instalación de una prisión federal.

La manera de anunciar marcha atrás -que puede ser rendición incondicional pero también retirada estratégica- desnuda el grave error de los gobiernos que planifican obras de espaldas a los ciudadanos.

El proyecto de construir una prisión no es un globo de ensayo, algo que se lanza a través de los medios para sondear la opinión de un grupo social determinado, generalmente amplio. Esto es un proyecto concreto y está escrito.

Si el tema parece encaminarse al archivo es únicamente por los miles de vecinos que alzaron la voz para oponerse al proyecto. “Pero no hay que dormirse –asegura la oposición- porque el programa es real y concreto”.

Ahora bien, en una sociedad que pide a gritos mano dura, trabajos forzados, cárcel y castigo para, por ejemplo, los seis detenidos acusados de intimidación pública mediante llamados telefónicos a las escuelas o para el pibe que cultiva en el patio de la abuela marihuana para consumo personal, resulta paradójico que cuando el Estado decide cumplirle sus deseos, y proyecta cárceles para “guardarlos” (en las existentes hay graves problemas de hacinamiento) salgan masivamente –léase vía redes sociales- a oponerse a que se los cumplan.

En rigor, se ha instalado en los últimos meses un debate que parece recurrente en época preelectoral. Se trata de los menores y el delito, anclados a la posibilidad de que se endurezcan las penas hacia ellos y se establezcan nuevos regímenes con el objeto de llamar al orden. Desde el más estricto sentido común, un sector social apunta a esto como la gran solución, debido a que el humor social reinante muchas veces está condicionado por hechos del presente y más, por el tratamiento que los medios de comunicación le otorgan a esas problemáticas en particular.

En nuestro país, Cambiemos, el frente liderado por el PRO con acompañamiento de la UCR y otros partidos minoritarios, ha instalado el debate de la mano del Poder Ejecutivo Nacional.

Mauricio Macri y sus asesores más cercanos comenzaron a hablar del tema en 2016, el propio presidente lo ratificó en la apertura de sesiones legislativas de 2017 y en las últimas semanas la vicepresidenta Gabriela Michetti volvió a exteriorizar la voluntad del partido de gobierno de avanzar en una normativa que apunte a bajar la edad de imputabilidad.

Claro que para sustentar esa propuesta, hay que construir más penales. Mientras tanto, las cárceles en la Argentina sigue siendo eso de lo que nadie quiere saber demasiado. Aunque la sociedad exteriorice sus reclamos de mano dura para todos y todas, y pida que todos terminen tras las rejas. La cárcel sigue siendo un territorio ajeno y temido, una de esas realidades que sólo se miran cuando interviene antes la mano embellecedora de la ficción o cuando se la convierte en espectáculo. Fuera de eso, el presidio es el no destino. El no lugar. Y, sin embargo, también una sórdida nación en miniatura, donde habitan casi 80.000 personas. Hombres, mujeres, jóvenes y niños con sus madres presas.

Dos miradas, igualmente estrábicas, empalan o canonizan a los habitantes de la cárcel. Hacen de ellos irrecuperables sociales o víctimas de un sistema, sin término medio. Y eso vuelve tremendamente difícil el trabajo de imaginar alternativas. De volver a pensar esa estructura sin caer en algún extremo: la cárcel-fortaleza o la cárcel-picnic. La pena entendida en términos de suplicio medieval, para unos, o suprimida del todo, para otros. Sin término medio y, sobre todo, sin deseo colectivo de pensar al respecto: una vez concluida la condena, ese individuo volverá a la calle. El cómo parece no interesarle a nadie. Y ahí se cae en un grave error.

Lo cierto es que hoy, y así como está, la cárcel no conforma. Quizás no sea tan dura como en el pasado. Quizá hoy luzca menos brutal y hasta más segura para quienes vivimos fuera de ella. Pero no menos cierto es que desentenderse de lo que pasa en el interior de las prisiones es un verdadero suicidio social. Es dejar que una verdadera olla a presión de violencia, maltrato y resentimiento siga acumulando temperatura, mientras los datos prueban que no opera ni como disuasivo, ni como custodia de los delincuentes, ni como agente de resocialización eficaz. Porque si quien, cumplida su condena, regresa literalmente a la nada estará mucho menos preparado que antes para resistir la llamada del delito. Volverá a caer, a repetirse. A ser -alternativamente- ya carne de prisión, ya victimario. ¿Cómo detener la rueda maldita? "Haciendo más cárceles", insisten algunos; "encarcelando menos y resocializando más", machacan otros.

Ahora bien, ¿qué hacemos con la cárcel? Si la eliminación de las prisiones no es siquiera una opción (porque la opción es más cárceles), ¿cómo se la depura, cómo se la vuelve un espacio de creación de ciudadanía responsable?

Lamentablemente, las propuestas en tal sentido no abundan. Pero tal vez para comenzar a pensar en estas cuestiones sirva recordar en qué condiciones entraron algunos de los que hoy están en prisión: muchos de ellos no completaron el ciclo de educación obligatorio, otros tantos comenzaron a trabajar antes de cumplir 14 años, la mayoría abandonó su casa muy joven, casi todos habían estado en contacto con estupefacientes y la mitad ya tenía un familiar directo en la cárcel. Para algunos analistas, es justamente en este segmento en donde hay más y mejor por hacer, especialmente porque casi todos planean "conseguir un trabajo" una vez fuera del penal.

Deberíamos, entonces, aprovechar nuestras proclamas en debatir las prioridades del sistema penitenciario y exigir políticas públicas consistentes. La prioridad en la cárcel debería ser la escuela pública, y el secundario completo, en lugar del estímulo gubernamental al proselitismo. No faltará quien vea en un preso estudiante alguna suerte de injusticia, ni quien sienta que está recibiendo del Estado lo que no merece. Pero tal vez sea eso -además de jueces dispuestos a cumplir con las leyes- lo que se necesita para que la cárcel deje de ser lo que ha sido hasta ahora. Lo que siempre fue: "Más bien un castigo que una custodia del reo", como decía Cesare Beccaria hace dos siglos y medio en el libro “De los delitos y de las penas”.

 

 

 

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