miércoles 08 de mayo de 2024

CULTURA | 15 ene 2018

UN POETA QUE SUPO MIRAR MÁS ALLÁ

Baldomero Fernández Moreno, símbolo del sencillismo

“Nadie, en Buenos Aires, ignora que Fernández Moreno es el poeta del nervio óptico. El paisaje, en él, es de una incomparable autenticidad. Lo transmite de un modo tan inmediato que sus lectores suelen olvidar las palabras traslúcidas que han operado esa transmisión y no reparan en el arte exquisito -y casi imperceptible- que las ha congregado y organizado” (Jorge Luis Borges).


Por: ISMAEL CANAPARO

Baldomero Eugenio Otto Fernández Moreno era su nombre completo.  Se quitó tres de ellos para su quehacer literario y quedó para siempre en la historia como  “Fernández Moreno”. Nació en Buenos Aires el 15 de noviembre de 1886. A los seis años viajó con sus padres a España, residiendo en Barcelona hasta 1896 y después ancló en Madrid, donde cursó el ciclo secundario. A fines de 1899, regresó a la Argentina, ingresando a la Universidad de Buenos Aires, graduándose de médico en 1912. Comenzó a ejercer en la campaña, radicándose en Chascomús, y luego en Catriló (La Pampa), a la par que se perfeccionaba en literatura. En rigor, su vida resultó una fusión de dos vocaciones: supo conjugar esa inclinación por la salud, en el ámbito rural, con colaboraciones para diversas revistas y periódicos, además de publicaciones y participación activa en la Academia Argentina de Letras.

El enorme poeta de la sencillez murió el 7 de junio de 1950. Había tenido cinco hijos  (César, Ariel, Dalmira,  Manrique y Clara). El gran amor de su vida fue Dalmira del Carmen López de Osornio, oriunda de Chascomús y conocida como Negrita, con quien se casó en 1919. Quizá fue a ella a quien dedicó el Soneto de tus vísceras, una obra que en sus primeros ocho versos dice: “Harto ya de alabar tu piel dorada / tus externas y muchas perfecciones / canto al jardín azul de tus pulmones / y a tu tráquea elegante y anillada. / Canto a tu masa intestinal rosada / al bazo, al páncreas, a los epiplones /al doble filtro gris de tus riñones / y a tu matriz profunda y renovada”. En su momento ese texto generó una gran polémica. Pero esa es otra historia.

En 1915, apareció su primer libro: “Las iniciales del misal”, un texto inusitado escrito por el joven médico, que logró tonificar el panorama lirico nacional, territorio por entonces conmovido por los remezones modernistas. La publicación está dedicada a Rubén Darío, “enfermo y pobre, en tierras lejanas”. Su propuesta literaria, sin embargo, toma distancia de la estética en boga y supone una novedad, que veinticinco años después de aquel libro inaugural fue ratificada por Jorge Luis Borges: “Había otra cosa en las páginas, otra cosa más verdadera que un manifiesto y más memorable que un ismo: esa otra cosa era la voz de Fernández Moreno. Este, después de saludar a Rubén darío en su dialecto de astros y rosas, había ejecutado un acto que siempre es asombroso y que en 1915 era insólito. Un acto (…) revolucionario. Lo diré sin más dilaciones: Fernández Moreno había mirado a su alrededor”.

Su segundo libro fue “Intermedio provinciano” (1916), elogiado por Leopoldo Lugones. De regreso a la Capital, vivió en la avenida Rivadavia 8897, esquina Juan F. Olmos, del barrio de Flores. Al año siguiente publicó “Ciudad”, significativa recopilación de poesías íntegramente dedicadas a una visión extraordinaria de Buenos Aires, con su obra cumbre: “Setenta balcones y ninguna flor”. Luego vinieron: “ Por el amor y por ella” (1918); “Campo Argentino” (1919); “Versos a Negrita” (1920); Nuevos Poemas (1921); Mil novecientos veinte y dos y Cantos de amor, de luz, de agua (1922). Entre 1921 y 1924, volvió a residir en Chascomús, donde escribió “Aldea española” (1925), que obtuvo el Primer Premio Municipal. En “Aldea…” plantea la vida idílica en su hogar paterno de Bárcena, entre el mar Cantábrico y las montañas de Santander. Lector apasionado, comienza a frecuentar la obra de poetas hispanoamericanos y españoles, alentando admiración por Bécquer, Antonio Machado, Baudelaire, Verlaine y, especialmente, Leopoldo Lugones y Rubén Darío. En 1925 abandona definitivamente la medicina y se instala en Buenos Aires, donde subsiste gracias a las cátedras de literatura e historia en colegios secundarios y a sus colaboraciones en diversas publicaciones. Más tarde,  escribió “El hijo” (1926), “Décimas y poesías” (1928), “Sonetos y Ultimo cofre de Negrita” (1929) y “Cuadernillo de verano” (1931). En 1926 recibió el Primer Premio Municipal de Poesía.

En 1931 la SADE ya era una realidad. Su primera comisión directiva estuvo presidida por Leopoldo Lugones y entre sus miembros se encontraban Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Leónidas Barleta, Baldomero Fernández Moreno, Ezequiel Martínez Estrada, Ricardo Rojas y Enrique Banchs, quien se ocupó de redactar los estatutos. Posteriormente, se incorporó a la Academia Nacional de Letras (1935). Poco después, en 1938, llegará el Primer Premio Nacional de Poesía. La época triste fue en 1937, con la muerte de Ariel, el segundo de sus cinco hijos, circunstancia que lo condenó a una gran depresión nerviosa, con sucesivas caídas, que se prolongó hasta fines de 1939. Durante ese tiempo publicó “Penumbra” (1951), libro cuyo tema central es la muerte. En 1938, apareció “Continuación. Luego, vinieron: “Yo, médico; yo catedrático (1941), “San José de Flores” (1943), barrio donde volvió a residir desde 1938, hasta su deceso, en un palacete de la calle Francisco Bilbao 2384.

El poeta comenzó a publicar en 1941 lo que llamó su “Obra Ordenada”, que comprende toda su producción corregida y sistematizada. Ese mismo año, apareció en Buenos Aires, “Ciudad pueblo, campo”, y en 1943, “La Patria desconocida”, su primer libro en prosa. En 1949, editó “Parva”, que mereció el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, que le fue entregado en junio de 1950. Al recibirlo pronunció un extraordinario discurso que, al fin,  quedó como su bellísima despedida, pues murió el 7 de julio de dicho año. Dejó, entre otros, libros inéditos, como “La Guía Caprichosa de Buenos Aires”, que son apuntes de un caminante. Con precisión, surgen el Parque Lezama, Las Catalinas, la avenida 9 de Julio, la parroquia de la Concepción, la calle Yapeyú, en Almagro; el callejón de San Lorenzo, y una glicina en la calle Sarmiento.

El fantasma de Baldomero Fernández Moreno seguirá vagando por su querida Buenos Aires y por los rincones más ignotos de la urbe capital, donde reside su mayor originalidad. El poeta tratará de reconocer las mesas de los cafés donde escribía y describía a la ciudad, hurgando también en los barrios en busca de alguna tapia aguantada por la enredadera.  Seguro seguirá haciendo recuento de macetas por los balcones. Tras sus pasos irán Borges, Olivari, González Tuñón y otros grandes de la lírica ciudadana.

 

El dulce misterio del edificio inspirador

Publicó más de veinte libros de poesía y otros  trabajos en prosa. Pero cada vez que se habla de él, todos recuerdan sólo un poema. Es aquel que comienza afirmando: “Setenta balcones hay en esta casa, / setenta balcones y ninguna flor. / ¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa? ¿Odian el perfume, odian el color?”.

Ese soneto siempre generó una duda: ¿cuál fue el edificio que inspiró al poeta para esa reflexión sobre una forma de vida sin perfumes ni color? La principal hipótesis de las leyendas urbanas lo ubica en la esquina noroeste de las avenidas Corrientes y Pueyrredón, una magnífica construcción academicista, pensada por los arquitectos Gastón Louis Mallet (francés) y Jacques Dunant (suizo). En la planta baja estaba el café Paulista y dicen que Fernández Moreno era uno de sus habitués.

Otro de los edificios que se menciona como inspirador es el Femenil, prontamente descartado.  Está en la avenida Rivadavia, sobre la vereda Sur del 5800, entre Puán y el pasaje Chirimay, en Caballito. El bello soneto fue escrito y publicado en 1917 en el libro “Ciudad”, época en la que el referido edificio no existía.

Todo el panorama se aclaró recién en 1949, cuando en la sede de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) Fernández Moreno recibió el Gran Premio de Honor. Ese día, en su agradecimiento, el poeta habló de lo efímero de las cosas y las obras. Aludía así a que, de todos sus escritos, sólo se recordaba el soneto de los setenta balcones, cuando su trabajo era mucho más que ese poema. Y entonces, como para refrendar la poca duración de las cosas, habló del edificio inspirador, confirmando que “todo se pierde, se escabulle, se evapora”. Dijo que el edificio de los setenta balcones,  “ni uno más, ni uno menos”, eran de una casa nueva que estaba en el Paseo de Julio (actual avenida Del Libertador) a la altura de donde se ubicaba el primitivo Parque Japonés (cerca de la avenida Callao). También afirmó que la cantidad de balcones fueron “contados en una noche espumosa, junto con el poeta español Pedro Herreros, desde un banco de piedra”.

 

El poeta que describe desde sus adentros

Por Susana Abecasis

“Yo no termino con la última composición; se seguirá escribiendo mientras el poeta viva en su ciudad”. Baldomero vive siempre en estado poético, la ciudad es la razón principal de sus versos y la calle, el ámbito del amor.  Lo suyo es el rotundo triunfo de la naturalidad.

 La originalidad del poeta está en la calidad de su mirada y en la sencillez para transmitirla. Ha escrito su poesía sobre la marcha misma de los acontecimientos más comunes. Y en el sensible realce de las palabras elegidas, da testimonio certero de la vida cotidiana, indaga lo claro, revela lo posible de ser revelado, se repliega en la observación aguda, en la nota tierna, en el sencillo romanticismo familiar, en el permanente tono de intimidad.

Baldomero no se pone frente a la ciudad, sino que escribe desde sus adentros, increíblemente compenetrado con sus tiernos y necesarios inventarios de minucias. En sus poemas aparece esa otra Buenos Aires, la lírica, la que se siente, la que se necesita, la que se espera, pero también la de ahora, la de todo nuestro tiempo, la que enreda el hoy en sus geometrías. Entonces, es lira y asfalto, realidad real, verdad verdadera que confunde, que debilita, que aprisiona y que cautiva.

Baldomero Fernández Moreno es una voz que observa y que escucha. Poeta caminante del verso sensual y renovado.

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