viernes 26 de abril de 2024

CULTURA | 22 feb 2018

JUNÍN TIENE QUIEN LE ESCRIBA

"Un tiro por la culata", un cuento de Juan A. Dall’Occhio


Por entonces corría el año 1950. Nosotros teníamos entre 12 y 13 años de edad y nos aunaba un espíritu de aventuras. También nos gustaba hacer algunas bromas. Las llamaría inocentes travesuras de pibes. Aquella tarde hubo un comentario acerca del famoso fantasma que, en el abandonado Chalet de Míster York, solía hacer de las suyas por las noches.

Nuestros encuentros se llevaban a cabo en la placita Sarmiento, ubicada  frente a la Sub Comisaría, la que estaba al mando del Comisario Vega, padre de Amílcar, nuestro compinche temporario. Luego de una reñida partida de juego a la billarda, nos sentamos a descansar,  mientras solíamos comer naranjas amargas  que recogíamos de los árboles que rodeaban la plaza. No había dinero suficiente en nuestros bolsillos para una Bilz. Estábamos convencidos de que el tema del fantasma era toda una fantasía. No obstante  había experimentado bastante  miedo en la oportunidad en que visité a Horacio Pastafiglia, mi compañero de estudios secundarios, cuyos padres tenían una hermosa quinta de verduras allá  por la zona de la ruta 188, camino obligado del chalet.

Ese día llevaba puesta una camisa Boy Scouts con jinetas sobre los  hombros.  Había perdido el botón de la tira del lado izquierdo. Emprendí el  camino de regreso cuando el sol recién se ocultaba. La presencia  imponente del chalet me pareció amenazante en medio de los enormes árboles que le rodeaban. La calle Primera Junta, a partir del chalet hasta llegar a la calle Tucumán, era un  guadal de fina arena. Resultaba penoso transitar aquellos cuatrocientos metros pedaleando en bicicleta, de modo que lo habitual era encaminarse sobre la firme vereda que bordeaba el extenso y añoso parque del chalet.

De pronto olvidé que no creía en los fantasmas y aceleré la marcha. Fue entonces cuando sentí que algo me tocaba en forma intermitente sobre el hombro izquierdo ¡De reojo alcancé a distinguir una suerte de enorme figura vaporosa, que se agitaba unos metros por detrás! ¡Un frío tenaz me corrió por la espalda, y no paré hasta llegar despavorido a la calle Tucumán, única iluminada por una mortecina lamparita! No se me ocurrió mirar hacia atrás hasta no sentirme a salvo. Al bajar la velocidad, dejé de percibir los golpecitos en el hombro, que para mi sorpresa habían sido producidos por la jineta suelta, que se agitaba al acelerar la marcha. El movimiento veloz de la jineta, unida a mi pavor, me había generado aquella visión confusa de un  fantasmal espectro.

Aquella experiencia que relaté ese día a mis amigos,  nos indujo a planear una fechoría.

Abel Gómez obtuvo de su tía costurera un carrete de hilo de seda muy delgado pero resistente. Amílcar Vega trajo unas latitas de sardinas, provenientes de las comidas improvisadas de los detenidos a cargo de su padre. Cachito Villegas, por ser  aprendiz en una conocida casa de trajes a medida, se encargaría de atar los tarritos formando un sonoro cascabel. En tanto Amílcar y yo nos haríamos cargo  de la vigilancia, a fin de que  nadie nos sorprendiera.

Al anochecer era mínima la circulación de personas por la vereda del chalet. Por entonces la zona se encontraba aún muy despoblada. Más de un transeúnte  evitaba pasar por allí, debido a la supuesta aparición del fantasma.

El carrete de hilo de seda fue suficiente para instalar una sutil barrera entre el cerco del chalet y un paraíso de la vereda elegido al efecto. De una de sus ramas  fue colgado el cascabel de latas, para quedar finalmente unido a nuestra telaraña artificial. Aquel que transitara por el lugar, indefectiblemente  se enredaría en los hilos, y para entonces el cascabeleo de las latas lo pondrían en fuga.

Reinaba una semipenumbra cuando nos escondimos detrás del matorral de cicutas,  que cubría el solar frente al chalet. Allí aguardamos ansiosos, para observar el desenlace.

Ocurrió de pronto algo inesperado. En diagonal a la esquina del chalet,  funcionaba un puesto policial que aún existe y cuyo personal se alternaba con el de la Sub-Comisaría a cargo de comisario Vega. Cuando Amílcar reconoció al policía, que en bicicleta se encaminaba a su  puesto transitando por la vereda, salió corriendo alertándonos:

-¡Rajemos que es un milico! -exclamó ahogado por la sorpresa.

¡En tropel lo seguimos sin parar, hasta llegar sin aire cada uno a su propia casa!

Jamás supimos qué había ocurrido esa noche con nuestra travesura. Amílcar nunca escucho comentario alguno por parte de su padre. Ni por asomo intentamos visitar el lugar para verificar si el cascabel aún pendía del árbol. El susto que recibimos fue mayúsculo, y convenimos que en aquella ocasión, “el tiro nos había salido por la culata.” Muchas veces nos preguntamos algo nerviosos si el fantasma del chalet no nos habría jugado una mala pasada. La verdad es que en  secreto así lo hemos creído para siempre desde entonces.

Perfil de autor

Juan A. Dall’Occhio nació en Malena (Córdoba) en 1938 y vive en Junín desde 1951. En el año 1956 ingresó como aprendiz al taller ferroviario de Junín. Entre los años 1991 y 1993 fue jefe de Departamento de Mecánica Líneas Mitre San Martín. Luego de la privatización de los ferrocarriles ingresó a División Aluminio como encargado de Producción de Carpinterías de Aluminio. En la actualidad es jubilado, se mantiene activo entre herramientas, la carpintería y su pasión por la escritura.

En 2014 recibió primera mención en el concurso de cuentos del Colegio de Escribanos de la provincia de Buenos Aires. Fue seleccionado por la editorial Dunken para la publicación de cuentos en diversas antologías. El cuento “El fantasma del Chalet” fue seleccionado por editorial Rama Negra para su antología “Nuestros cuentos”.

 

 

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