sábado 27 de abril de 2024

LOCALES | 11 oct 2019

un legado imprescindible

A cuatro años de la muerte de Roberto Carlos Dimarco, un verdadero artesano de la historia

El historiador juninense falleció el 10 de octubre de 2015, a los 83 años. El recuerdo del periodista Ismael Canaparo.


Por: Ismael A. Canaparo

Escritor, historiador, documentalista, poeta, tanguero, investigador empedernido de las cosas de su Junín tan querido, lobo solitario, aprendió -por experiencia de vida- a dar más que a recibir. Y no se quejó, aunque le haya dolido la indiferencia de muchos. Con un pie en el barrio El Molino y el corazón en todas las calles de la ciudad, Roberto Carlos Dimarco, que se sentía Laguna de Gómez, pero también tierra firme, murió el 10 de octubre de 2015, a los 83 años. En todo su trajinar, aprendió a generar esos “espejos que nunca mienten”, defendiendo a ultranza “una pasión inútil”, como él decía, sintiendo que hoy a nadie le interesa la historia de su pueblo.

Se enojaba, no le caía bien, cuando lo llamaban “historiador”. “Yo soy un junta cosas”, solía pontificar con humildad. Esto, de bucear en forma constante, tanto las páginas de diarios amarillentos como de libros brumosos, de circulación agotada, lo hacía muy feliz, dentro de un mundo que aprendió a querer y a respetar.

De todos modos, el poder de convocatoria que tenía, pese a su quejumbrosa sencillez, fue increíble. En la era de internet, You Tube, google, el DVD, del compac disc y un audio casi perfecto, ¿qué mágico encanto continuaba ejerciendo las decenas de consultas que recibía a diario? Docentes, estudiantes, intelectuales, periodistas, gente interesada en las letras y curiosos desfilaban, como jornaleros puntuales, por su casa de la calle Almafuerte, un lugar que dejó cobijado gran parte de las tradiciones, perfiles, olores, leyendas y realidades de nuestro querido Junín. Nadie se iba de allí con un dato equivocado o con la clave exacta para aclarar interrogantes.

Este hombre fantástico, que tenía humor para reírse de sí mismo (“soy el único hincha de Huracán en Junín, ¿a vos te parece?”, decía con expresión picaresca), también fue capaz de enternecerse como un niño con las cosas que le dolían, pero bien en el pecho. Por el cachetazo que sufre constantemente la geografía urbana, por el olvido de nuestros orígenes, por el tratamiento light de la historia local o por las estrofas de un tango cantado por su ídolo máximo, Carlos Gardel.

Claro que el tiempo que Roberto le dispensaba a su pasión no se puede medir en estado bruto, de las misma manera que uno ordena algunos sectores de la biblioteca, archiva en carpetas o le pasa el trapo a estantes sucios. El tiempo es también una mirada, un análisis, acaso una reflexión, quizá un momento de contemplación. Un historiador no tiene “aceleración” ni urgencias, pero sí un ritmo sostenido, que obedece a una necesidad: la de profundizar en forma constante los “hilos” de sus búsquedas. Y hoy el ataque a los “tiempos” es tan fuerte, por la banalización de la TV, que todo aquello que se aparta de la velocidad vertiginosa en la que vivimos, se lo sacrifica.

El premio más valioso que Dimarco guardaba como un tesoro, fue intemporal. Era el reconocimiento diario de un montón de gente, generalmente anónima, por su estilo incansable y voraz de ofrecer, no de pedir. En general, fue un obsesivo coleccionista de piezas dispersas, a las que le dio un destino claro: tratar de juntar los trazos de la tradición y la cultura juninense. La interminable serie de gozosas preguntas que se vienen después, exigen para sí respuestas capaces de poder seguir un camino.

Es bueno puntualizar que el trabajo que hacía Dimarco por su ciudad no fue netamente juninense porque haya tomado cuestiones juninenses, sino porque tuvo un sentido real y concreto, además de una pulsación emotiva de nuestro pasado. Su obra, elaborada con la paciencia de un artesano, representó una visión antropológica del tiempo social y del tiempo estético, retratando el espíritu y la naturaleza de la población.

Uno, por costumbre, siempre está a la caza de imágenes, tratando de rescatar tesoros perdidos. Y en esa línea, como una cámara de fotos, se encuentra captando recuerdos de los tantos intelectuales que tiene Junín en su haber, hoy injustamente relegados, muchos de los cuales siguen aferrados a la diferenciada tarea de ser “distintos”. Sin embargo, siempre ganan los mismos: los supuestamente idóneos en cultura, que se mueven dentro de la tilinguería más abstracta, repletas de lugares comunes.

Roberto Dimarco publicó varios libros, fruto de su capacidad para engendrar el montaje de la identidad cultural de su pueblo. En colaboración con Oscar Velilla, un músico de excepcional paladar y olfato, escribió “El tango en Junín”, obra que recorre la historia del dos por cuatro, con la cita obligada de todos aquellos intérpretes que le imprimieron al género belleza y compromiso. Un ejemplar magnífico, que hubiese merecido una segunda y ampliada edición. No podía faltar un recorrido por Carlos Gardel, a quien también le dedicó un libro, exaltando minuciosamente las tres actuaciones que El Zorzal realizó en Junín.

Rompiendo el esquema tradicional de sus investigaciones, pero coherente con una línea de trabajo, Dimarco, con el aporte de Italo Marone, otro estudioso, publicó en dos tomos una obra imprescindible: “Sarmiento y los cincuenta años de profesionalismo”. El fútbol, con ese código no escrito de la pelota en estado de máxima pureza, no podía faltar. Desde la ética del potrero, a cantarle Gardel.

Alejándose con incomodidad de la emoción, Dimarco se limitó a comprender que lo nuevo es recuperar lo valioso, donde quiera que aparezca, aunque fuese en lo antiguo. La única certeza es la que empuja hacia el cambio permanente, conviviendo con él, dentro de la pedagogía de la evolución. Ese es el legado que dejó.

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