Para los niños del Barrio 9 de julio, también llamado el “Barrio de las naranjas amargas”, y otros barrios cercanos, no había duda alguna: la precisión más exacta, en aquella época de niñez de pantalones cortos y caras sucias perennes, (me refiero a situación geográfica y referencias espaciales), eran dos cosas: el grito de nuestra madre asomada desde la puerta de casa, anunciando la hora de regresar de jugar en la calle, porque el sol se ponía y / o porque estaba lista la comida, o la leche de la merienda; o bien, la otra referencia, notoria, seductora, desafiante, convocante, era el aroma al dulce de leche en cocción emanado de la fábrica “La Juninense”, en pleno corazón de nuestro barrio.
Juro y perjuro, que jamás he olido un dulce de leche (ni siquiera Premium) que pueda despertar sensaciones olfativas de embriaguez constante y de alucinaciones candentes, como el surgido de las emanaciones de aquella “fábrica santuario”.
Estuviéramos donde estuviéramos, al oler ese aroma a “Channel gourmet”, sabíamos donde quedaba la fábrica y por ende, el barrio. Solo debíamos seguir el mismo, pues era el “Hamelín acaramelado” que nos conduciría a las cercanías de casa, alucinados y extasiados, mejor que cualquier GPS o WAZE de la actualidad, pues por más precisos que estos sean, aún no pueden replicar la certeza de aquel aroma celestial.
Es verdad que había una predisposición a tal favoritismo, no solo por el manjar envasado en potes de cartón con aquella etiqueta celeste y las dos vaquitas holando- argentino de caritas naif que se asomaban de frente en el relieve del envase, sino por historias que me vinculaban a esa casa de delicias que ya comentaré.
Decía que tenía un envase que me encantaba rasquetear hasta el fondo, con una cucharita mediana de metal, generando un ruidito característico para desesperación de mis tres hermanos menores con quienes lo compartíamos en rueda improvisada, luego de haber sido debidamente hurtado del aparador de nuestra madre a la hora de la siesta, pues aquella sensación, la del rasqueteo, era la señal inequívoca que se estaba acabando el sabroso contenido.
Recuerdo que una tarde, al volver caminando del colegio “Padre Respuela”, transitaba por la calle Roque Vázquez, que por entonces era de tierra, bah!, de arena densa, debiera expresar mejor y, si lo hacía en una tarde de calor, de noviembre por ejemplo y de varios días sin lluvia previa, era el mismo Sahara.
Veníamos caminando juntos, los de siempre, Hugo Bombassaro, Norberto Fernández, Eloy Garay, Hugo Santesso, los Parra, los Peratta y yo, es decir, los que vivíamos en casas ubicadas a lo largo de ese recorrido.
Ese día, como tantos, el viento venía del norte. Claramente. Lo constatamos al salir del mismo colegio y no porque nos diera de frente en nuestras caras, sino por el aroma a dulce de leche en cocción, pues “La Juninense” estaba ubicada en esa dirección, sur - norte, a unas 10 cuadras.
Al llegar a calle Brasil, donde “dejábamos” a Hugo Bombassaro, pues vivía sobre esta, a media cuadra a la derecha del trayecto y a Norberto, que vivía también sobre la misma pero 3 cuadras más allá, hacia el canal del Salado, sentimos como insinuado el olor a tierra mojada por el paso reciente del camión regador, en pugna con el aroma a la cocción del dulce de leche, ambos colados en nuestras narices. Fue predominando el último, ganado la batalla. Definitivamente.
Efectivamente, una cuadra más adelante, constatamos que había pasado el camión regador, en esa dura contienda por tratar de asentar el arenal, lucha que perdía de manera recurrente. Eso ya era calle Urquiza, allí “se bajaba” Santesso.
Junto a los Parra, Rubén y Eduardo (el gordo), y a los Peratta, José y Raúl (el Bicho), continuamos el recorrido.
A los Peratta y a mí nos quedaban cuatro cuadras. Los Parras tenían que seguir, debían atravesar la Plaza 9 de julio en diagonal y en una cuadra y media más, llegaban a su casa, donde delante de la misma funcionaba “La herboristería, La Serrana”, atendida por sus padres.
Al llegar a la siguiente cuadra, ya Ataliva Roca, nos detuvimos en la esquina. El gordo Parra y el Bicho Peratta, es decir, los mayores del grupo, discutían en tono apenas elevado. Solo alcancé a escuchar claramente:
- “Dale, vamos, total nos desviaremos dos cuadras, no pasa nada…”!
Esa idea era salida de la boca del Gordo Parra ¡cuándo no! Sobre todo si se trataba de algo que tuviera que ver con golosinas, confituras, etc.
Giramos a la izquierda por Ataliva Roca, proa al dulce de leche en cocción. Esa calle era empedrada, de ese empedrado eterno, barnizado en los atardeceres de los días de lluvia. Ese mismo que deja entrever el pastito en sus juntas, sobre todo en los márgenes para estacionar, ahí mismo, junto al cordón, como refrendando el escaso ir y venir de los coches, al menos por aquel entonces.
En la ochava de la esquina de Ataliva Roca y Avellaneda, estaba la sala de ventas de la empresa. Miramos las estanterías a través del vidrio, pero seguimos al olorcito imantado. Giramos por Avellaneda y a 30 metros estaba el ingreso a la fábrica. El aroma era una fiesta, muy difícil de describir. Nos quedamos petrificados en el pórtico mismo del acceso. Los cinco, en línea mirando hacia el interior, con nuestros uniformes, los pantaloncitos cortos y los portafolios en mano.
En mi caso, recuerdo que cerré los ojos un instante. No sé cuánto tiempo, pero el aroma de la cocción (juro que ya estaba listo para envasar), me llevó de la mano, al instante, al siguiente recuerdo;
Tenía 5 años entonces y estaba en ese mismo lugar, pero adentro, integrando una delegación de chicos del Jardín de infantes Nro. 1 que fuéramos a visitar la citada fábrica de la mano de nuestra señorita “Chiquita” Malizia.
Ese día, puedo rememorarlo aún hoy, de punta a punta, pero el momento culmen fue cuando recorríamos la cinta transportadora que acarreaba los caramelos de leche “Tito”, que a los ojos de aquel niño debían medir cada uno unos tres centímetros de lado por uno de grosor. Estando extasiado observando esa catarata de dulzuras ya envueltas que salían de la máquina por la cinta transportadora en modo tranviario hacia el empaque, la operadora del mismo hizo un repentino “cambio de vías” hacia el bolsillito de mi pintorcito a cuadrillé pequeñito, blanco y celeste, llenando el mismo casi de inmediato con la preciada carga, ante mi perplejidad y estupor. ¿Sabrá aquella joven mujer el significado de tal acción para un querubín de cinco años?
Un sacudón en el brazo que me da “El Bicho” Peratta, me hace volver a la realidad y al lugar. En definitiva, “EL Bicho” era quién me cuidaba por ser el mayor del grupo, y como los Peratta vivían frente a casa, mi madre, tras mis intensas insistencias para que me deje ir al colegio caminando esas 12 cuadras con “los más grandes”, había hablado con Pepita, la mamá de José y Raúl (el Bicho), para que “me cuiden”. Ese permiso, era para mí el “carnet de grande”.
Desperté del sopor de azúcares y aromas celestiales, para que dejáramos entrar un camioncito a cargar esas preciadas delicias, y así poder seguir nuestra marcha.
Al llegar a la esquina, doblamos por Álvarez Rodríguez ya dirección a casa. Solo restaban casi tres cuadras. El desvío valió la pena, le decía el Gordo Parra, al Bicho. Yo asentía en silencio. Sentía, en silencio.