Vemos cómo las modas nos llevan y nos traen al ritmo de intereses ajenos, de quienes, de una u otra forma, manejan voluntades y fabrican necesidades que no teníamos hasta que alguien nos convenció de que eran indispensables. Es cierto: este movimiento no ocurre en el vacío. Detrás hay industrias que generan empleo, dinamizan mercados y contribuyen al progreso de la actividad económica. Lo vemos con claridad en la industria textil, donde cada temporada dicta lo que “deberíamos” vestir. También sucede en la alimentación, en la salud, en el deporte… y, aunque muchas veces no lo notemos, también en el lenguaje.
Las palabras, como las prendas, también entran y salen de moda. Se instalan de golpe, se repiten sin descanso y terminan formando parte de nuestra manera de hablar, a veces sin detenernos ni un instante a pensar qué estamos diciendo. Reproducimos frases como autómatas, como si su sentido estuviera suspendido en el aire y no tuviera consecuencias en quien escucha.
Los ejemplos sobran, pero quiero detenerme en uno que se volvió frecuente: “fingir demencia”. Sé que, en la mayoría de los casos, se usa en tono cómico o coloquial, como una forma de decir “hacerse el distraído” o “mirar para otro lado”. Pero no por eso deberíamos dejar de mirar un poco más profundo.
La demencia no es una metáfora ligera: es un síndrome que provoca el deterioro de funciones cerebrales como la memoria, el pensamiento, el lenguaje y el juicio. Es una condición que altera la vida cotidiana de quien la padece y también la de sus seres queridos. En la mayoría de los casos aparece en edades avanzadas, pero también puede encontrar su causa en enfermedades o lesiones que no conocen de edades ni de clases sociales.
Cuando una expresión así se vuelve parte del habla común, pierde para muchos su carga real, pero no para todos. Para quienes conviven con alguien que atraviesa un cuadro de demencia —o lo padecen—, escuchar cómo se usa su realidad como un chiste puede ser una experiencia dolorosa, aunque no lo digan en voz alta.
Esto no se trata de censurar palabras ni de vivir midiendo cada sílaba que pronunciamos, sino de recuperar algo que a veces perdemos en la inercia de lo cotidiano: la conciencia sobre el poder del lenguaje. Las frases que repetimos moldean la forma en que pensamos y también en cómo hacemos sentir a los demás.
Tal vez, antes de “fingir demencia”, podríamos empezar a demostrar consciencia y ponerla en práctica.