lunes 29 de abril de 2024

CULTURA | 8 may 2021

LITERATURA

Sylvia Iparraguirre y Abelardo Castillo, dos habitantes de un planeta propio

Dos personas con individualidades absolutas, unidas por el amor y la encendida pasión por la literatura.


En diciembre de 1969, Abelardo Castillo anota en su Diario: “De Sylvia –la muchacha que apareció a fines de noviembre– no quiero, ahora, decir una palabra, no hasta haberme contado a mí mismo qué pasó este último tiempo…”. Lo que pasó en ese tiempo y lo que ocurrió después fue lo suficientemente fuerte como para que no se separaran nunca más.

Ella había llegado de Junín para estudiar Letras. Cuando se la presentaron, en 1969, él inventó un curso sobre literatura contemporánea que daría en el Café Tortoni, para que Sylvia fuera. El curso terminó cuando ella apareció. La llegada de Sylvia a su vida fue providencial: lo arrancó del alcoholismo en el que se hundía cada vez más, como una rueda en el barro. Un infierno que duró trece años. El 15 de agosto de 1976, Castillo anota en su diario: “Supongo que estoy vivo gracias a ella”.

“La Sirenita” la llamó en su novela ‘El que tiene sed’; y en un texto dedicado a ella, escribió: “Sé que es una sirena, aunque camina sobre dos piernas. Lo sé porque dentro de sus ojos hay un camino de dunas que conduce al mar. Ella no sabe que es una sirena, cosa que me divierte bastante. Cuando ella habla, yo simulo escucharla con atención pero, al mínimo descuido, me voy por el camino de las dunas, entro al agua y llego a un pueblo sumergido donde hay una casa, donde también está ella, solo que con escamada cola de oro y una diadema de flores marinas en el pelo”.

Él le dio un gran impulso para que ella se dedicara a escribir, le arrancó uno a uno los clichés de la facultad, y los tics que la inexperiencia le había pegado. Podría decirse que la educó literariamente. Ella participó de ‘El Escarabajo de Oro’, una revista literaria fundada por Abelardo Castillo en los años 60 y que duraría hasta la llegada de la dictadura. En 1977, fundaron juntos ‘El Ornitorrinco’, una revista literaria desde la que se llevó adelante una verdadera resistencia cultural.

En 1975 hicieron juntos el programa ‘Otras aguafuertes porteñas’, que se emitía por Radio Municipal los fines de semana, y que fuera prohibido por los militares el 24 de marzo de 1976. En ese mismo año se casaron. Un matrimonio que terminó durando cuarenta y siete años. No tuvieron hijos. Abelardo dijo alguna vez: “Creo que no hubiera podido tener hijos, no. Para mí, la paternidad hubiera sido un destino que habría excluido todo lo demás… Tal vez equivocado, pero así lo sentí… en mi caso, de haber sido el mismo escritor, hubiera sido muy mal padre”.

Durante un corte de luz, descubrieron lo bueno de que ambos fueran escritores. El apagón fue al anochecer y duró hasta la madrugada. Ni siquiera encendieron una vela. Se pusieron a conversar de literatura y, cuando volvió la luz, seguían hablando.

Cuando Buenos Aires estuvo a oscuras días enteros -bajo el gobierno de Menem-, ponían en orden sus ideas sobre las grandezas y miserias del oficio de escribir. Él podía llegar a despertarla para leerle un poema de Rilke; y ella, preparar un desayuno a las 5 de la madrugada cuando él todavía no se había acostado.

Abelardo Castillo murió el 2 de mayo de 2017. Desde entonces, Sylvia Iparraguirre es una sobreviviente de esa ausencia: “Extraño todo. Todo. Extraño el abrazo. El estar sentados de la mano mirando una película. Extraño las conversaciones delirantes sobre literatura a cualquier hora. Nosotros, qué sé yo, él estaba con su libro y yo con el mío, pero él empezaba: “Escuchá esto, escuchá esto”. Y yo decía: “No, dejá que yo estoy en la mía, estoy leyendo otra cosa”. Y él me leía, y yo le leía; o a veces, cuando estaba muy cansado o había jugado mucho al ajedrez con la máquina, yo le leía en voz alta. Eso nos encantaba”.

En el dedo mayor de la mano derecha, Sylvia Iparraguirre tiene dos anillos, los únicos que usa: una alianza y un anillo liso, de plata. El de plata lo encontraron una tarde de 1989 caminando por La Boca. Abelardo Castillo se lo puso junto a la alianza y dijo: “Este es mi casamiento con vos, y este (el que acababan de encontrar) mi casamiento con la literatura”. Fueron los dos grandes amores que Abelardo Castillo tuvo en su vida.


 

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