

Por: Por Isabel de Gracia (*)
La impresión más fuerte que uno tiene al leer estos cuentos es que salen de la cabeza de la autora. En el sentido más obvio de que los escribe y los piensa a su manera, por supuesto, pero también de que las situaciones que se cuentan sólo existen porque ella las creó. Aquí no hay una anécdota, una historia o el relato de un hecho que nos ubique en coordenadas conocidas. Lo que vemos es un divague, una creación exclusivamente mental, un vagabundear alrededor de una idea. No percibimos una escritura que siga el contorno de lo real sino algo mucho más leve, que flota sobre las corrientes de los pensamientos.
Y no es que sean cuentos fantásticos ni monólogos internos, esos que tienen permitido la permeabilidad de los límites entre sueño, delirio y realidad.
Por suerte para los lectores, tampoco nos encontramos aquí con un rejunte de personajes exóticos que hagan de su excentricidad el motivo del relato. Lo que tienen de singular los personajes de estos cuentos (permítasenos el acercamiento al tema desde una tangente) no son características que se puedan describir con adjetivos risueños ni rasgos cautivadores.
Su singularidad nace de las situaciones que les toca vivir. Puestos frente a lo inesperado, la tragedia, el misterio ¿qué les pasa? ¿cómo reaccionan?
Vale la pena tomarse un párrafo y enumerar esas situaciones, no para contar el libro sino para tratar de justificar el título de esta reseña.
Una madre que intenta suicidarse encuentra en un vecino al que desprecia y teme, a una persona que la entiende y la ayuda. Una mujer que ha sido testigo de la muerte de un niño recibe, veinte años después, un llamado telefónico de la madre. Una escritora que está haciendo una residencia literaria en Shanghai comparte con una compañera, angustiada por la muerte de su gato, un estado de alucinación o sugestión. Un niño que ha quedado con una discapacidad por tragarse una pila relata las circunstancias de unas llamadas misteriosas que recibe su padre en medio de la noche. Una peluquera vive un reencuentro que la transporta a su infancia y a unas vacaciones con su hermana, cuando por la noche se metían en casas ajenas y así conocieron a una poeta bloqueada y alcohólica. El dueño de un gimnasio, hijo de una paciente con alzheimer escapada de un geriátrico, irrumpe en la casa de la mujer que la albergó.
A medida que avanzamos en la lectura comprendemos que la autora nos ha introducido en la zona de la pura ficción y que de allí no saldremos hasta el final. Comprendemos que no ha dejado un resquicio de la realidad sin trabajar y convertir en material literario. Por supuesto que no es solo la tarea de pico y pala intelectual lo que nos atrae de estos cuentos. Porque a ese castillo de naipes (construcción ingenieril pero a la vez delicada y bella) la autora la interviene con una mirada que descubre, se concentra y a la vez expande encrucijadas vitales que a otros pasan desapercibidas. Y las hace girar en una sinergia enloquecedora que contrasta enormemente con la precisión de su escritura. Es un cóctel no apto para abstemios porque sus ingredientes marean.
En otro campo igualmente estremecedor, el de la experimentación con animales, para explicar por qué esos ratones sometidos a tocar un botón que produce una descarga eléctrica vuelven a tocarlo una y otra vez, dicen que lo que buscan es probar que siguen vivos. ¿Es ese el buen mal? Quizá la comparación sea excesiva pero da cuenta del papel que cumple la muerte en estos relatos. Lo cierto es que como lectores estamos parados frente al precipicio junto con los personajes y avanzamos en tiempo real (si no es mucho decir) en el mismo estado de perturbación e incertidumbre que ellos. Su fragilidad, la nuestra, nos produce escalofríos. Y luego retrocedemos y respiramos, y empezamos de nuevo. Tranquilos, es sólo literatura.
(*) Escritora, abogada y fotógrafa, oriunda de Junín pero radicada en La Plata.